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Relatos grotescos

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José Rey Salas: nacido el 17 de Octubre de 1959 en Fuengirola Málaga.

Trabajé 23 años en la oficina del hotel Byblos Mijas, donde se hospedaron Lady Di y los Rolling Stones entre otros.

Ahora dedico la mayor parte de mi tiempo a escribir y animado por mi familia y mis amigos, intento presentar mi proyecto. Lo intenté en Lulu.com pero es muy costoso y por estar en el paro no me puedo financiar de momento. Por eso busco ayuda. Muchas gracias por adelantado.

A continuación, mando algunos relatos como adelanto.

AQUEL JARRILLO DE LATA (1)

La mañana gris, en la que me detuve ante aquella tienda, ¿Qué buscaba?, ¿burlar el hastío?, ¿entretener el aburrimiento? No lo sé, simplemente entré. ¿Destino o frío?
Tal vez el frío destino me obligara.

Miré por la enorme hilera de souvenirs que se posaban sobre una estantería, cual batallón de soldaditos, todos rectos y con la mirada al frente. Paseé por sus miradas vacías, la de los objetos inertes, y allí estaba, escoltado por dos azucareros blancos y en medio, aquél jarrillo de lata. Triste, solitario en compañía, la peor de las soledades, sediento de agua y de unos labios que lo arropasen.

Me lo llevé a casa, creo que me enamoré perdidamente de su tintineo metálico y del fino borde que besaba mis labios al beber. Luego comprobé que aquel jarrillo servía para todo, era genial e incluso valía para tomarme la sopa y los potajes de lentejas. Puede parecer obsesión, pero era amor, lo juro, era un jarrillo para todo.

Debo confesar que mi jarrillo no era nada hablador, a veces chapoteaba un poco y me mojaba en plan broma, o hacía sonidos como “glu, glu!, que nunca llegué a entender. Y en otras ocasiones producía un “click” de enojo, cuando yo lo golpeaba sin querer con otro objeto, o lo colocaba sin miramientos sobre la mesa. Era un jarrillo sensible y susceptible. Sin embargo era un buen oyente, sabía escuchar en silencio y nunca te llevaba la contraria, ni pretendía demostrar lo inteligente que era. Lo cual era un alivio y me ayudaba a desahogar mi soledad. Y yo para agradecérselo lo llamaba: Jarrito, jarrillo,jarrete, etc., con cariño y cambiando su nombre en todas las formas imaginables.
El, simplemente contestaba con unos “flops” saciados y consentidos.

Dábamos largos paseos playeros, a mi jarrillo de lata le encantaba el aire libre, aunque le molestaba el sol porque lo deslumbraba y deterioraba su pulcra estructura metalizada yo, como cualquier enamorado, le colocaba un pañuelillo encima, que lo hacia aparecer ante mis ojos como un pirata irresistible, estaba para bebérselo, el muy puñetero. Y yo lo mimaba: ¡Ay! Jarrillo, mi jarrillo.

Sin embargo un día, malayo día, mientras tomábamos el sol, él con su pañuelo, yo con gorra de plato, una ola gigantesca e inesperada, se lo llevó de mi lado. Intenté retenerlo cuando la ola bajaba y me quedé con su pañuelo en la mano. Corrí hasta la orilla, tras mi amado jarrillo y le vi flotando, por fortuna, sobre la espuma blanca, escupía agua por su boca y salitre por su alma, el verde profundo lo esperaba para llevarlo al abismo.

Al fin lo agarré, nadando como un Weismuller cualquiera a lomos de las olas. No te lo llevarás, mala pécora, le dije al mar. A ese mar azul y hermoso que a veces se convierte en negro y traicionero. Luego lo deposité en la toalla, lo sequé y le hice el boca a boca, sabía a sal y a muerte. Pero en seguida le volvió el color y el brillo acostumbrado y nunca más volvimos a la playa, era demasiado peligrosa.

La cambiamos por el campo, que placer admirar los árboles en flor, las abejas zumbando, los gorriones trinando, las vacas rumiando, etc. Y nosotros a lo nuestro, nos poníamos finos a comer y a beber. Luego con toda delicadeza lo depositaba, a él le gustaba mucho, colgando de una rama por el asa y boca abajo, cual murciélago o batjarrillo se tratara.
Y mientras él reponía fuerzas a la sombra, yo echaba una siesta, de no te menees en dos horas ¡oh, jarrete, mi jarrete!

También dábamos largos paseos en bicicleta, y si al principio se mareaba, con el tiempo le encantó. Era como si flotara con su pañuelo al viento y el asa en posición de vuelo, haciendo ¡fiuuuu!, al roce con el viento. ¡Que jarrillo, mi jarrillo!, se adaptaba a todo y todo lo compartía conmigo.

Debo de hacer un inciso, y es que mi jarrillo era un poco celoso. Sobre todo no podía soportar que yo utilizara una copa ancha para beber brandy, como si el brandy pudiera degustarse en otro sitio. Y yo le decía, pero como puedes sentir celos de ese cristal mercenario y sin escrúpulos, que al igual que besa mis labios, haría lo mismo con cualquier otro individuo. Como sentir celos de algo que se puede romper con una ligera caída contra el suelo y hacerse añicos y polvo, desapareciendo de mi vida como un ligero soplo. Como voy a depositar mi amor en brazos tan volátiles y livianos. Como puedes dudar de mi amor por ti, jarrillo de mis entretelas.

Y así vivimos un tiempo feliz, como dos enamorados, mi jarrillo de lata y yo. Sin embargo la felicidad no es eterna y los hilos que la mueven son tan finos que se rompen con un ligero roce. Todo ocurrió un día en que al beber, noté algo en su fondo. Retiré la vista asustado durante unos segundos. Luego volví a mirar y quedé hipnotizado y fascinado ante aquella visión. No se si por un acto reflejo, o por cualquier otra razón, aparecieron dos ojos azules en el fondo, que me miraban fijamente, ojos inolvidables que se me clavaron en el alma, de mirada serena, profunda y hermosa.

Intenté verlos de nuevo, pero nunca más aparecieron y su recuerdo asoló mi vida. Todos los días miraba a través del agua, hacia aquel pozo sin éxito, me obsesioné con aquella visión y el agua me supo a lata, las lentejas estaban frías, y mi vida se tornó latosa y acabé odiando al jarrillo, por mostrarme el cielo, para luego arrebatármelo. No comía, no bebía y no dormía, mientras tanto mi jarrillo aguantaba el chaparrón de reproches sin una sola queja, el pobretico. Llegué a tal grado de degradación que mis ojeras llegaban al suelo, haciéndome aparecer como un mapache golpeado y luego disecado. Hasta que un día cogí al jarrillo y lo tiré a un contenedor. Antes de irme eché un último vistazo a mi amado y odiado compañero y él me dirigió una mirada tan triste y enlatada que me sobrecogió el alma. Allí, entre botellas vacías, cáscaras de naranja y espinas de pescado, se hallaba tan desvalido y entrañable que me partió el corazón.

Lo rescaté, y decidí en aquel preciso instante que averiguaría su procedencia y el hechizo que se pudiera esconder en su fondo. Me personé en la tienda, y le dije a la dependienta: Este jarrillo tiene ojos en el fondo y acabará por volverme loco. Ella asintió y posteriormente hizo una llamada telefónica al psiquiátrico, lo sé porque la oí susurrar: sí, sí, como una cabra.

Me colocaron una camisa de fuerza, y a la fuerza me encerraron entre cuatro paredes acolchadas, para evitar mi suicidio, en un habitáculo triste, húmedo y pegajoso. Y sobre todo solo y sin mi jarrillo de lata. En su lugar me ofrecieron vasos, vacíos de sentimientos y platos sin fondo, ni emociones. Dicen que estoy loco, que sabrán ellos del amor.

Un psiquiatra anoréxico y de gafas enormes me dijo que esas visiones se debían al cambio climático y sobre todo al hecho de no haber recibido ningún guantazo en mi infancia, por parte de mis padres. Y yo le repliqué: Pero ¿el cambio climático no era a medio plazo? Y él, mientras levantaba las gafas con ambas manos, contestó: Usted padece de cambio climático precoz, y falta de guantazo anterior. Un cuadro clínico grave. Debe de quedarse aquí durante tres meses y no recibir visitas, sobre todo la de ningún jarrillo.
Quise escapar cual Conde de Montecristo, pero yo no era conde, de hecho no llegaba ni a marqués, tan solo era un espermatozoide agnóstico, a un jarrillo de lata pegado.

Luego me morí, de aburrimiento, añoranza, y sobre todo de asco. Y después de que la ciencia arrancara lo poco que quedaba de mi penoso cuerpo en buen estado, lo arrojaron a un contenedor de basura, donde yacía ¡OH! ¡Divina providencia! Mi jarrillo de lata. El cual se encontraba mohoso y sucio, una cáscara de plátano canario colgaba indolente de su asa. Le dije: ¿Como hemos llegado a esta situación? Con lo que yo te quería. Y comprobé que amor y odio van unidos por lazos muy finos, invisibles e indivisibles. Y todo por perseguir una ilusión, tú si que eres real y auténtico.

Y lloré, y lloré........... Seguidamente desperté sobresaltado y vi tus ojos azules a mi lado, los niños dormían plácidamente en sus habitaciones y el jarrillo de lata yacía sobre una repisa, brillante y limpio. Donde había estado siempre, desde que diez años atrás entré en aquella tienda para comprarlo y te conocí.

Todo va bien, todo está en su lugar, sigue durmiendo, aún falta mucho para el amanecer.......


EL RAMO DE LA NOVIA (4)

Mañana será el gran día, pero está noche conciliar el sueño va a ser imposible. Doy vueltas en la cama, sin encontrar la postura adecuada. Al fin me levanto y voy hasta la nevera, con pies descalzos y frente calurosa.
Es treinta de Agosto y el calor aprieta, aunque no ahogue, pero mis nervios a flor de piel me hacen sudar a chorros. Abro la nevera, solo hay leche para beber, aún así, busco en su interior. Y me encuentro un pimiento verde aplastado, media cebolla ennegrecida, una olla con el puchero y su hueso añejo incluido, comida del perro, que no se la comió y sin embargo sigue en la nevera. Y sigo con el inventario: Una botella de coca-cola, con un restillo en el fondo, un trozo de pan, aplastado por una olla de berzas olvidadas y vilipendiadas. Un yogur de pera caducado y denostado, el resto de lo que fue un tomate y ahora es una masa amorfa y roja. Una tajada de melón podrido y un olor indefinible e incalificable. Tal vez el peste a muchas mezclas de productos. Quizás el hedor a descuido y dejadez.
Saco la leche y busco en el mueble bar. Nada, todo vacío, pero en el fondo descubro una botella de Brandy. ¿A quién le puede gustar el brandy? Pues por ese mismo motivo está ahí la botella totalmente llena. Porque a nadie le gusta. A saber desde cuando estará en el mueble bar.
Antes me he tomado cuatro bolitas homeopáticas, sin ningún resultado positivo. Y ahora me propongo beberme la botella de brandy, si es necesario, con la leche caliente. La caliento en el microondas y luego vierto un buen chorreón de brandy en el vaso.
Ahora sí, mientras bebo, sé que pronto me harán efecto los efluvios alcohólicos. Quedo dormido y me olvido de todo. Tan solo sopor y ronquidos. ¿Sueño? No lo sé, por la mañana no puedo recordarlo. Lo he conseguido, ya no recuerdo nada, he quedado grogui. Hasta mañana.
Me despierto, voy al cuarto de baño, me meo...., he llegado a tiempo. Pienso en que todo salga bien. Labor improbable. De cada tres bodas, dos se estropean, o sale alguien disgustado.
Me miro, hay ojeras, más de las habituales, en el espejo. Mis cabellos están grasientos y sudorosos, debido al calor y a la excitación. Mi cuerpo parece haber adelgazado cinco Kg. durante la noche. Me veo como salido de una película de terror “La noche de los muertos vivientes”, para ser exactos. Es absurdo, debería de ser el día más feliz de mi vida. Pero me siento cansado y puede más la presión que la felicidad.

Debo afeitarme. Abro la puerta del mueblecito donde guardo los útiles de higiene. Se me cae todo encima. Hago inventario: Un tubo de pasta de dientes acabado y exprimido hasta el fondo. Un cepillo de dientes viejo que debería haber tirado. Y no lo he hecho, por eso sigue allí. Un tarro de Massimo Dutty, con cuatro gotas en el fondo. Otro tarro, vacío por completo, sin sus cuatro gotas. Un peine con dientes y otro desdentado. Un tubito, con un restillo de lo que fue, o pretendió ser, un after shave. Una maquinilla con cien afeitados a sus espaldas y llena de muescas. De esas que cortan la piel y al pelo lo respetan. Y nada más. No me extraña que todo se cayera, el armario se hallaba repleto de cosas inútiles. Sin embargo el inventario calma mis nervios y me evade de la realidad.
Me afeito como puedo, luego me ducho. Me vuelvo a mirar en el espejo. He mejorado algo. Sigo pareciendo un muerto viviente, pero ahora más viviente que muerto. Tengo un corte impecable de pelo, realizado unos días antes, por mi peluquero de siempre. Me visto, primero calzoncillos blancos e inmaculados. Luego paso al pantalón beige de verano y la camisa blanca con encajes. Lo más difícil es colocarme los gemelos que me han regalado mis padres para la ocasión. Queda la chaqueta del traje y me la coloco también. Una ola de calor sahariano me invade. A por todas, me digo, infundiéndome ánimos, mientras me calzo los zapatos de charol.

Pero yo no estoy en lo que debería de estar. He dormido mal, no me gusta llamar la atención. Ni ser el protagonista de nada. Y mucho menos de una boda, aunque sea la mía.
Y así, con paso temblón, salgo de mi pequeño apartamento. En la puerta me espera mi cuñado. Montado en un Ford Escort blanco. Parece que fueras a un funeral, me dice, y no sabe lo acertado que está.
Llegamos a la parroquia sin novedad. Y debo de dar las gracias, no se a quién. Pues aún no me he desmayado, y ese detalle es importante. La puerta de la iglesia esta a rebosar de gente. Familiares de mi prometida y míos, amigos y algún que otro curioso.

Afortunadamente mi novia llega pronto, en un Audi azul y flamante, conducido por mi otro cuñado, que a su vez se lo ha pedido prestado a su tío. El Audi está impecable, pero mi futura esposa está mejor. Guapísima, bien maquillada, con un buen toque, pero sin excesos. Sus ojos centellean de luz, en contraste con mi mirada apagada y cansada. Sonrío y ella hace lo propio.

Hacemos el paseíllo. Yo, del brazo de mi madre, ella del de su padre. La novia guapísima, yo con cara de patíbulo. Tan, tan, tatán, suena el órgano de la iglesia, que apaga el zumbar de mis oídos. El tan tan, ahoga el piiiiiiiiii.
El pasillo hasta el altar es interminable. Procuro no mirar a los curiosos y seguir con la vista al frente, con disciplina militar. El sacerdote es joven y tartamudo, lo que alarga mi agonía. Me dice: lo siento, estoy algo nervioso, es mi primera boda. La mía también, le susurro. Y pasamos el trago, juntos.

Las manos me sudan........ ¿Hay algún impedimento para que no se celebre esta boda? Tercia el cura. No lo hay, nadie contesta, nunca lo hay. Y la boda sigue. ¿Los anillos? Afortunadamente los tiene el padrino. Ya me calmaré en el banquete. Luego de tomar alguna bebida alcohólica. Puede besar a la novia, dice el cura. La beso, me besa, nos besamos. Lo que ha unido Dios, que no lo separe el divorcio.
Estoy sentado a la mesa, acompañado de mi flamante esposa y los padrinos, con sus respectivos cónyuges. No tengo apetito. Cada alimento que tomo me produce una arcada. Intento beber vino....... ¡Vivan los novios!, ¡vivan! Continúo con mi vino. Lo bebo de un trago, acompañado de una loncha de queso manchego. “Pa dentro”. Y ya veremos como sale, si por el cauce habitual o por vía bucal. ¡Que se besen!, ¡Que se besen! Grita el gentío. Vale, venga, un besito en público.
Enciendo mi puro, espero no marearme. Me mareo y espero no caer al suelo. Me caigo y vuelvo a levantarme. Nadie me mira. O nadie ha reparado en mi caída, o se han hecho el tonto. Que raro que tanta gente disimule. Te quiero, dice mi flamante esposa, yo también, digo yo.

Se acerca mi suegra, a mi no me mira. Ella hubiese deseado que su hija se casara con un médico. O mejor con un abogado, con mucho dinero y muy poca vergüenza. Me mira mal y le susurra a su hija: El ramo lo quiero para mi STOP. Cuando lo lances procura tirarlo hacia donde yo esté STOP. Ese “stop” al que hacía alusión, significaba punto y final, y nada más que añadir. Y lo conseguirá, me refiero al ramo, cuando ella se empeña en algo, siempre se sale con la suya. Llegan la hermana y tías de mi esposa, se van, se hacen fotos, a mi no me invitan, que les den...... Hay que partir la tarta. El maître, que no petimetre, ni tampoco petit maître, me entrega el estoque con actitud ceremoniosa. Más fotos en ese solemne acto.

Llega alguien, que a su vez es primo de alguien, y me corta la corbata. ¡Que pena!, me gustaba. Pero la pela es la pela. Y bien troceada dará dinero. El caradura se marcha a sablear a los invitados y me deja tan solo el nudo de la corbata al cuello. Lástima, el nudo solo no viste nada. Así, que me lo quito y abro mi camisa. Respiro mejor, a pleno pulmón y muestro sin pudor mis pelos del pecho. Me siento más fuerte y con ganas de bailar. (Llevo una botella de vino en el cuerpo).

Ponen un pasodoble e iniciamos el baile. Me siento Gene Kelly, o mejor Fred Astaire. Más como consecuencia del vino, que por la propia realidad. No, si al final, me lo voy a pasar bien y todo. Luego de algunos pisotones a mi esposa, llega el momento de lanzar el ramo.
Se colocan todas, incluida mi suegra, no sé bien por qué. Mi mujer de espaldas, pero antes ha visto la ubicación de su madre. Lanza el ramo, con destreza de arquera. Da en el blanco, es decir, en el ojo de mi suegra. No se levanta, corremos todos. La mala fortuna ha hecho que uno de los hierros que rodean el ramo, le llegué hasta el cerebro, STOP. Hora de la muerte: 5 PM. Las cinco en sombra de la tarde. STOP. Yo no lo deseé, sin embargo se ha cumplido. STOP.


EL DIA DE LA JIBIA. (5)

Manolito Fogón se hallaba en sus quehaceres culinarios, ya que era el cocinero del departamento de personal, del hotel D. Jenaro. Se encontraba cansado y deprimido por las muchas humillaciones que soportaba a diario. Pues los empleados siempre se quejaban de su comida.

Había regresado después de una baja de seis meses, por depresión. Obligado por el médico que no encontraba nada raro en su comportamiento. Y allí estaba de nuevo, en el lugar menos apropiado y más odiado. Frente a una jibia, que miraba como su salvación.

Había unos cuantos trabajadores a los que hubiese envenenado sin dudarlo un instante. Pero a quién de verdad odiaba hasta el tuétano era a D. Apuleyo Ganduliano y Haragán, heredero de una larga y vasta estirpe de haraganes, de los de siempre, de la Calle Larios, y por otra parte, el Director de Recursos Humanos. Persona delicada para la comida, que no dudaba en reprocharle cada día sus fallos.
Una vez, y con ojos desorbitados le dijo: Ni en la cárcel se come tan mal. Tú quieres que te echen, pues vas a conseguirlo. Ya me encargaré yo. Y en otras ocasiones le soltaba lindezas como: ¿Qué? ¿Se te han caído las lasañas por las escaleras? Vamos dime la verdad.

Pero la última noche, se ensañó con él con vehemencia. Ridiculizándole delante de todo el personal. Y Manolito jamás lo olvidó, ni se lo perdonó. Aunque en ocasiones, también conseguía alguna pequeña victoria gratificante. Y era que vertía bolitas de mocos y legañas, de su propia cosecha, en el plato de D. Apuleyo. Y como disfrutaba viéndole comérselos.
No obstante, y viendo que eso no era suficiente, una noche preparó con esmero su venganza, en forma de jibia. Al fin sabrían quién era él. Se vengaría de todos, pues todos de alguna forma eran culpables. Cómplices de su martirio y artífices de su desgracia. Nadie era inocente y todos habrían de pagar.

Manolito Fogón lo preparó todo concienzudamente. Descongeló la jibia y la dejó al aire libre varios días. Cuando las bacterias hicieron su trabajo, la cortó y la aderezó con una multitud de especias y una botella de vino tinto, para disimular su olor. Y al final la jibia quedó deliciosa y olorosa.
Al medio día, a la hora del almuerzo, la sirvió con una sonrisa en los labios y al llegar D. Apuleyo le dijo que podía repetir si quisiera, ya que había jibia de sobra.

El Jefe de Recursos Humanos se comió tres platos, colmados hasta el borde, que no se los saltaba un galgo y si me apuran, ni un caballo de carreras. Y al terminar el ágape, todos felicitaron a Manolito por el opíparo y suculento almuerzo. Todos, excepto D. Apuleyo, que no se bajaba del burro ni a escobazos.

Esa noche, a las dos de la madrugada aproximadamente, todo el personal que comió jibia en salsa, cogió el camino del excusado a toda prisa. Y se sentaron en el retrete a soltar lastre, vía anal. Algunos, los más favorecidos y que comieron poco, descargaron una sola vez. Y otros, la gran mayoría, se pasaron tres horas, entre idas y venidas. Pero hubo alguien que no se levantó nunca más del Waters. En efecto, D. Apuleyo Ganduliano, Director de Recursos Humanos, del Hotel D. Jenaro, fue hallado por su mujer en la taza a las 4 AM., deshidratado, muerto, obitado, decesado, fiambre en la flor de su carrera hotelera, con una mueca horrible alterando sus facciones y un hedor insufrible como única compañía. En el suelo, y escrito con su propia mierda, se podía leer la palabra: “jibia”.

Manolito Fogón no acudió al trabajo al día siguiente. Como excusa adujo que sufría una úlcera en el ojo derecho, producida por un chigatazo de la jibia al trocearla. El cual se introdujo en su ojo a modo de mota.
Al día siguiente, dos guardias civiles se personaron en su estudio, sito en el barrio conocido popularmente como “El Boquetillo”. Y al ver que nadie contestaba al timbre, echaron la puerta abajo.
Lo que los dos guardias civiles hallaron en aquel habitáculo sombrío y triste, era más parecido al cuarto de los horrores que a un pisito de soltero. Pues había una jibia de repuesto y en descomposición sobre una mesa horrible y deleznable. Pulpos malencarados colgaban de pinchos, cual jamones de pata negra. Tarros de tinta de calamar, almacenados como si fuesen mermelada.
Las paredes manchadas de esa misma tinta, con pintadas obscenas y recortes de periódicos, en los que se hablaba de envenenamientos. Así como media docena de libros, explicando las diferentes formas de preparar ponzoñas venenosas, utilizadas durante el imperio romano.
También hallaron ojos de besugo, conservados en formol. Espinas de sardina, utilizadas como peine. Aceites de ballena, a modo de brillantina y gorras de plato rellenas con cabezas de pescado, nunca se supo para qué.

Uno de los guardias civiles salió a la calle a vomitar. Horrorizado y asqueado ante tanta inmundicia. Mientras el otro guardia se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo a punto del desmayo. No obstante, este último continuó inspeccionando el estudio. Encontrándose, a la entrada del cuarto de baño, con dos salmonetes hediondos pinchados en la pared, con clavos fabricados de espinas de arenques. Un centollo cariacontecido y moribundo se paseaba por el pasillo, utilizado como animal de compañía.

Nuestro héroe (el guardia), anduvo tambaleándose hasta el cuarto de baño y lo que encontró en él le dejó petrificado y sin habla. En efecto, allí se hallaba Manolito Fogón, ahorcado, con un pulpo en el cuello y desnudo de cintura para abajo. En los azulejos y escrito con tinta de calamar podía leerse: “Iros todos a la mierda”. “O mejor váyanse la mitad a la mierda y la otra mitad a tomar por culo”. Las dudas le persiguieron hasta su última morada. El caso estaba cerrado.

P.D. Con el tiempo se patentaron unas bolitas homeopáticas, fabricadas a base de jibia, como remedio contra el estreñimiento. A las que pusieron por nombre: “Bolitas Manolito” Las cuales se hicieron famosas con el slogan: “Bolitas Manolito, una al día y descargará el culito” No todo iba a ser triste en esta historia.

Jose Rey Salas

location Fuengirola, España
Mi pasión por la lectura me ha llevado a escribir pequeños relatos e historias. Escribo en serio desde hace relativamente poco. Ahora estoy de lleno con un nuevo proyecto: un libro de poesías. Espero emocionar a la gente, a mayores y no tan mayores, ya que dicen que el gusto por la lectura se está perdiendo. Deseo de todo corazón emocionar o sacar por lo menos la sensibilidad del lector y porqué no, la ilusión por el mundo de los libros.
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