Colaborando en esta campaña preventa recibirás el libro en casa antes de que entre en circulación, para que esto sea posible nos hemos propuesto alcanzar en torno a 40 reservas, para iniciar los procesos de edición justo después de finalizar la campaña; en un plazo de unos meses.
Una joven argentina, estudiante de Historia, recorre México, Cuba y China. Acompañada por un brasilero, a quien conoce en el camino, emprenden un viaje movidos por la curiosidad y la falta de plan, lo que los lleva a veces a situaciones inesperadas. Los personajes locales que se encuentran revelan un aspecto de su cultura y ponen en jaque parte de su identidad: como mujer, latina y occidental. Sintiéndose siempre extranjera, entrometida y sarcástica, la narradora observa y registra obsesivamente lo que ve mientras aborda una incansable e íntima búsqueda de un lugar al que poder llamar “casa”.
Es esta una novela de crónicas, con una prosa fluida y divertida, recopilación de voces e historias fragmentadas de diversas sociedades que nos invita a reconstruir nuestra percepción del mundo y sus contradicciones.
Lucía Gracey nació en Argentina en 1992. Es historiadora, graduada en la UBA, fotógrafa y escritora. Estudió Fotografía en la UNSAM (Argentina) y en el IEFC (España). Pasó buena parte de su vida viajando por diferentes continentes y vivió en México, Brasil, Países Bajos e Italia. Actualmente reside en Barcelona, desde donde imparte talleres de escritura creativa y trabaja como fotógrafa freelance. Ha publicado en distintos medios digitales y también ha expuesto sus trabajos fotográficos en España, Francia e Italia.
A lo largo de su vida, se interesó por conocer, entender y divulgar temáticas como la diversidad cultural, comunidades y sociedades alternativas.
«Si alguna vez has tenido curiosidad de cómo es la vida del otro lado del mundo, esta novela es una buena forma de viajar sin salir del sofá. Explorar otros continentes y, en el camino, encontrarse con nuestras propias contradicciones y prejuicios, aprender que hay otras formas de vivir, descubrirnos a veces ignorantes de aquello que es el sentido común de otras tierras, de la mano de una narradora que se ríe de si misma y se lo toma a la ligera. Es una invitación a un viaje que es a veces más interno que externo, y a seguir los pasos erráticos de una aventura sin planificar. Al final, se trata de una recopilación de historias, de gentes y culturas distintas, que se pondrán frente a ti como si estuvieras viéndolos cara a cara, en la intimidad de su casa, o a través de una cámara hormiga que capta un poco de la inmensidad de los lugares que atraviesa y las personas que los habitan.».
«En la provincia de Yunnan, cada pueblo pertenecía a una etnia diferente. Cambiaban las ropas, las construcciones, el idioma y los paisajes. Había montañas, lagos, curvas, desiertos, terrazas de arroz, pueblos perdidos, techos de paja y techos de madera, palacios antiguos, tradiciones ocultas, dioses coloridos pintados en las paredes, alfabetos jeroglíficos, artesanías hechas a mano por señoras arrugadas y platos diferentes según la proveniencia étnica de quien cocinaba. Había también un montón de templos diferentes, a veces budistas de distintos tipos; a veces de religiones locales —con estatuas llamativas—, flores amarillas en macetas, animales mitológicos y dragones tallados en piedra. En algunos barrios había mezquitas, con varios pares de zapatos en la entrada, y carteles que estaban en mandarín y en árabe. Fue en esas zonas que descubrimos la comida china-musulmana y se volvió nuestra favorita. Reconocíamos los restaurantes por sus carteles amarillos y verdes, los manteles blancos y azules y la foto de la Meca enmarcada en la pared. Las señoras que atendían en ellos usaban hiyabs blancos y vestidos largos que parecían alfombras persas. Allí vendían un plato que me encantaba: unas berenjenas asadas muy picantes. A esa altura del viaje, todo lo que tuviera chile me fascinaba. No me reconocía: en México un poco de ardor en la lengua me ponía de mal humor, y ahora buscaba con ansias comidas que provocaran que se me adormecieran la lengua y la boca. Yo había sido siempre la embajadora cultural de la comida ítalo-argentina, fundamentalista de las pizzas y las pastas con aceite de oliva, y al abrirme a las fronteras de lo posible en el mundo de los sabores, parecía no encontrar límites. El picante se había convertido en una forma extrema de explorar nuevos horizontes, una experiencia muy diferente, mucho más potente, de sensaciones. En el futuro, la comida poco condimentada, solo con sal y pimienta, me resultaría insípida. Es increíble cómo puede cambiar tanto el paladar. ¿Ni eso me quedaba de quien había sido antes?
Quería y no quería volver. Extrañaba muchísimo y el pasaje me lo recordó. Pero tenía miedo. No sé concretamente de qué. De dejar China y de que todo ello desapareciera de repente. De que me faltara ver algo crucial, pero ¿qué era lo crucial y cómo no dejar algo afuera en un país de semejante magnitud? O tal vez tenía miedo de que el mundo que antes me era conocido me resultara demasiado extraño. De que no pudiera adaptarme de nuevo y que volver nunca más pudiera ser volver. De no reconocerme más a mí misma. En esos días soñé que estaba en Argentina, en la casa de mi abuela. Comíamos empanadas y yo no les sentía el sabor. Todo era normal, pero me hablaban y yo no podía responder. Estaba absorta y confundida. Sentía la presencia de Bruno, pero él no estaba, y nadie me preguntaba por él ni yo sabía si de verdad había existido. Nadie de mi familia notaba mi extrañamiento, hacían algún comentario en chiste y la tarde seguía. Entonces, volvía a mi departamento, caminaba por las calles de mi barrio, y, en un momento, al entrar al mercadito chino de la esquina, el hombre que siempre atendía me decía el precio en mandarín. Yo lo entendía, y respondía: Xie Xie, y subía corriendo desconcertada el ascensor de mi edificio, pero no llegaba a abrir la puerta. Después de eso me desperté y, por suerte, estaba de nuevo en un cuarto frío, en una casa antigua de madera y piedra con dragones en el patio y un techo a lo jardín japonés, rodeada de montañas. Me dio un enorme alivio. Se sentía casa. Por suerte, todavía me quedaban algunas semanas allá para absorber lo concreto».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y Lucía Gracey os lo agradeceremos.