Colaborando en esta campaña preventa recibirás el libro en casa antes de que entre en circulación, para que esto sea posible nos hemos propuesto alcanzar en torno a 50 reservas, para iniciar los procesos de edición justo después de finalizar la campaña; en un plazo que puede rondar los 2-3 meses.
En la isla de Fuerteventura nace el turismo en masa a principios de los 70. La familia Déniz, agricultores de La Oliva al servicio de un poderoso cacique, ven a sus hijos marcharse, uno a uno, a la llamada del progreso. Sus sacrificadas pero apacibles existencias dan un brusco giro, y una serie de acontecimientos van agitando sus vidas. Esta historia recorre casi cincuenta años y transcurre hasta nuestros días para demostrar que, aunque lo parezca, las cosas no han cambiado tanto.
Nací en Gran Canaria en 1968. Cursé estudios en el Colegio La Salle de Arucas y bachiller en la misma ciudad. Comencé estudios de Turismo y Derecho que no pude continuar por incompatibilidades laborales.
Aficionado a juntar letras desde que tengo memoria, nunca me planteé reunirlas en un formato legible hasta que la amenaza del coronavirus me mantuvo encerrado dos meses en casa. Durante ese periodo fui dando forma a La magia de Jimena y El vuelo de las 06:40 (2021).
Ahora les presento mi última novela, Pimienta negra, un relato sin nada en común con los anteriores, más allá de la supervivencia como anhelo para las personas que la protagonizan. Una lucha por sobrevivir en un mundo a veces cruel y despiadado, pero al que todos nos aferramos con fuerza.
«La historia que te propongo ocurrió en Fuerteventura, pero pudo pasar en cualquier pueblo de nuestro país. Puede que en aquella localidad costera, que quizá tú mismo recuerdes o le hayas escuchado nombrar a tus padres o abuelos. Un poblado de pescadores que, de repente, ven crecer junto a ellos otro mar, esta vez de hoteles y construcciones. También los agricultores del interior lo ven, y se integran todos en esa nueva industria. Se acaba el hambre, pero no los abusos. Hasta que un suceso prende la mecha. Alguien ha dicho basta y ha comenzado la venganza. Descubrirlo no parece fácil: en tan poca población sobran los que tienen algún motivo. Siempre nos enseñaron que no debíamos tomarnos la justicia por nuestra mano. Pero, ¿y si no hay otra justicia?».
«El hotel Berlín fue construido hacía casi 50 años en la costa de Corralejo, en Fuerteventura. Era el segundo de esa localidad, tras el hotel Corralejo, pero fue el que verdaderamente dio el pistoletazo de salida a la construcción hotelera que más tarde iría poblando de establecimientos turísticos la zona. Unos años después se edificó el Ámsterdam, en la misma calle. Tras pasar por diferentes manos, finalmente una firma hotelera importante a nivel nacional compró los dos, y los incorporó, 15 años después, a su cadena.
Cuando la industria turística dio sus primeros pasos en la isla, una de las mayores dificultades que encontraban las empresas era disponer de personal cualificado. No había especialidades, escuelas ni enseñanzas reguladas para aprender hostelería ni idiomas. La población local, además de escasa, se dedicaba a la agricultura o ganadería. No habían visto nunca a extranjeros, ni sabían una palabra de ninguna lengua ajena. Aun así, muchos de ellos reunían uno de los requisitos principales para triunfar en el negocio hotelero: su amabilidad, hospitalidad y simpatía. Los primeros clientes, sabiendo que llegaban a un destino paradisíaco y casi virgen, no eran tan exigentes con el servicio como ahora. Les parecía increíblemente barato, y no ponían reparos en comunicarse por señas con los lugareños, si no había más remedio. Vivían sus primeras vacaciones como una aventura entrañable, y se contaban por miles los que año tras año volvían al mismo hotel, para ser atendidos por los mismos empleados, quienes, con el paso del tiempo, llegaron a convertirse en amigos. Era común que trajeran regalos de su país para aquellos trabajadores con los que habían establecido una relación más estrecha. De igual forma, eran homenajeados durante su estancia hasta el punto de que, alguno, en su día libre, se lo llevaba a su casa, donde incluso conocía a su familia. A los nativos, que no tenían un pelo de tontos, les movía también un interés que normalmente no querían reconocer: era las generosas propinas que recibían. Años más tarde, cuando las mismas ya sólo eran un recuerdo, sí que lo reconocían con jactancia. A veces, ganaban en ese concepto mucho más que lo que ingresaban como sueldo. En ese sentido estaban todos contentos. Otra cosa eran las condiciones laborales.
A principios de los 70, la escasa población de la isla de Fuerteventura se repartía entre los principales municipios, y La Oliva era uno de ellos. Antigua capital (ahora era Puerto del Rosario), dista 17 kilómetros de la costa de Corralejo, donde se ubican unas playas interminables de arena dorada. Un litoral de ensueño que daba cabida a una de las playas más espectaculares del mundo, meca actual de todo el que quisiera disfrutar del mar y de los deportes acuáticos. En los tiempos en que el turismo comenzaba a despertar, estaba claro que un entorno así tenía los días contados como refugio solitario para solaz de los paisanos. La masificación llegaría de un momento a otro, y pronto las grandes extensiones de desierto y dunas alojarían máquinas excavadoras y grúas, que comenzarían a levantar complejos hoteleros en la nueva urbanización que se estaba construyendo.
En este contexto, la propiedad de la tierra y de las nuevas construcciones estaba en manos de unos pocos señores, que poseían la mayoría de los terrenos tanto en la costa como en el interior. En La Oliva, en una finca propiedad de don Matías, uno de estos terratenientes, se criaban cabras, cerdos y se cultivaban cereales. Y en la modesta casa que había en su interior vivía la familia Déniz. Juan, el padre, trabajaba como un esclavo para atender a los animales y los cultivos. Tenía tres hijos varones, Juan Antonio, el mayor, Norberto y Manuel, el menor. Se llevaban dos años cada uno, y ayudaban a su padre en las labores de cada día. Las dos niñas, Carmen Rosa y Pilar ayudaban en las tareas menos rudas, además de atender la casa junto a Encarnación, su madre».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y Andrés Odeh Moreno os lo agradeceremos.
