La historia de Muerte en el barro nos relata el asesinato de Miguel Planells, un joven tornero de la empresa Macosa, perpetrado en las horas previas a la riada de Valencia de 1957. La investigación del crimen recae en el inspector Vicente Galán y en el subinspector Ricardo Sánchez de la comisaría de Ruzafa. Ambos inician sus pesquisas en una Valencia arrasada por el barro que espera con amargura la visita del General Franco.
Los detectives consiguen relacionar la muerte de Planells con Pedro El Nano Sanjuán, un esquivo confidente de la Policía, y con una cadena de atracos a joyerías que está sufriendo la capital del Turia. En estos robos estaría implicada una peligrosa banda de delincuentes catalanes que actuaría en connivencia con policías pertenecientes a la unidad de atracos.
Miguel Ángel Císcar Vilanova (Picanya,1962) es Doctor en Medicina y cirugía por la Universidad de Valencia. Especialista en neumología, es autor de artículos de la especialidad que han sido publicadas en revistas nacionales e internacionales y actualmente ejerce de médico en el Hospital de Dénia (Alicante). Amante del cómic, el género negro y el cine, publica crítica cinematográfica periódicamente en la Revista de Cine digital Encadenados. Muerte en el barro
«Pulsó a tientas el interruptor de la luz y resonó el tic tac del temporizador. Bajó los tres pisos hasta el patio y vislumbró a través del cristal un suave sirimiri en los haces de luz de las farolas; abrió el paraguas de espaldas al arco medieval de medio punto, se subió las solapas y enfiló hacia la calle Baja. Caminaba raudo sobre el asfalto reluciente, la bolsa de la cena prieta en la cadera, ladeando el paraguas al cruzarse con un vecino que se resguardaba con un periódico sobre la cabeza. A la altura de la plaza del Árbol un apagón sumió al barrio en tinieblas. Tras el retumbe de un trueno arreció la lluvia y el golpeteo de los goterones. Volvió la luz y distinguió el Renault que lindaba con la plaza del Carmen, las ruedas sobre la acera, dejando el hueco justo para que cupiera otro vehículo por la estrecha calzada.
Mientras abría con premura la portezuela y se sentaba al volante no reparó en el FIAT apostado en un lateral de la plaza. Tampoco vio al hombre obeso, con gabardina y sombrero de fieltro que avanzaba decidido hacia el auto. El tipo alcanzó el Renault y apoyándose en el coche tamborileó indolente con los nudillos en la luneta. Miguel se sobresaltó. Distinguió al otro lado del cristal una panza agrisada difuminada por el vaho.
Al bajar la ventanilla vislumbró fugazmente el cañón de una pistola y al instante el disparo atronó en el interior del vehículo. La bala atravesó la mandíbula y salió por la mejilla astillando el cristal lateral. El impacto desplazó el cuerpo de Miguel como un pelele. Con los ojos desorbitados de pánico, notó el regusto de la sangre y los dientes sueltos en la boca. Recostado sobre el asiento alzó el brazo implorando piedad. Un fogonazo y no sintió dolor cuando la bala atravesó la mano y penetró limpia en su frente.
El pistolero regresó con paso vivo al coche que esperaba al ralentí. El FIAT arrancó veloz hacia la calle Padre Huérfanos, dejando a un lado el jardín enrejado de la Iglesia del Carmen y chirriando las ruedas al derrapar en Blanquerias. Bordearon a todo gas las Torres de Serrano, sorteando los escasos vehículos y al tranvía de la línea 5 que renqueaba hacia gobierno civil chispeando bajo la maraña de cables.
Apenas repararon en el curso del río Turia que bajaba muy crecido. Imposible imaginar que unas horas más tarde arramblaría con todo, desbocado y rugiente, ocupando el cauce hasta sobrepasar los pretiles.
Un río oscuro, casi negro. Como sus turbios pensamientos».
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