El 16 de octubre de 2018, la estudiante italiana Mara Cagoli, que se dirigía desde Santa Fe a Taos, ambos en Nuevo México, EEUU, a fin de recabar información para una tesis doctoral, fue secuestrada por Isaiah Ortega, un exrecluso en libertad condicional.
Durante los 232 días siguientes, Mara Cagoli fue retenida en un pequeño rancho de Española, siempre en Nuevo México, en calidad de esclava sexual.
Esta es la historia de su captura, secuestro y posterior huida el 5 de junio de 2019.
Lo que vas a leer pues, lector, lectora, además de un thriller antropológico, es un relato de violencia y abusos, pero también de resiliencia, de emponderamiento, de lucha y triunfo de una mujer frente a diversas clases de muerte, como la sumisión, la desesperación o la falta de riesgo.
Se da la particularidad de que la novela presenta dos itinerarios de lectura perfectamente diferenciados. El primero de ellos es el relato lineal de los hechos y permite una lectura más ágil. Por su parte, el segundo, que se puede calificar como neoexperimental, incluye una segunda trama que solo aparece, mágica y deslumbrante como el primer rayo de sol tras la tormenta, al final del relato, superada toda la sordidez previa.
Se opte por el itinerario que se desee, la novela traslada por completo al lector a un escenario y una situación tan impactantes como inolvidables.
Javier Arruga Oleaga (Perdiguera, Zaragoza, 1970) es un escritor, filólogo y antropólogo aragonés. Fue galardonado con el XV Premio Desnivel de Literatura de Montaña, viajes y aventura de 2012 por su novela De la montaña y el amor. En 2012 gana igualmente el premio Félix de Azara, de la Diputación Provincial de Huesca, con su novela etnográfica Primavera en la Guarguera. Un viaje a pie por el Pirineo aniquilado.
En la actualidad, vive a caballo entre Estados Unidos y Perdiguera, contraste que le ha servido para comprender cómo, a veces, los pequeños pueden vencer a los gigantes.
Javier Arruga es también autor de los siguientes títulos:
«Desde que leí que una hija de los antaño muy famosos Albano y Romina había desaparecido en los EEUU sin dejar rastro, la idea de los desaparecidos no dejó de rondarme la cabeza. Cuando finalmente quise comenzar esta historia que ahora tienes la oportunidad de leer, me documenté con testimonios y literatura sobre niñas, chicas y mujeres secuestradas. Durante la redacción, sin embargo, tal vez hastiado de tanta sordidez, quise refugiarme en la poesía de la omnipresente naturaleza de Nuevo México, en las fascinantes naciones indias que lo pueblan y, sobre todo, en la reflexión de que, secuestrados o no, todos albergamos el deseo y el derecho de escapar, como, de hecho, lo había hecho la protagonista, quien huía de una vida tan preestablecida como insatisfactoria. Y eso es lo que gana finalmente en la novela, el deseo de escapar, de donde sea, a donde sea».
«Mis ojos a ras de suelo, a ras del suelo, en el suelo; tal que si estuvieran fuera: dos pelotas sobre una tierra casi polvo, polvo helado, como el talco. Pero apenas siento el frío, aunque me gustaría que este lecho inclemente estuviera caliente. Porque todo está gélido, pese al sol, al abundante sol, que, no obstante su altura, no consigue calentar. Aunque, tal vez, si no alumbrara como lo hace, comenzaría a helar. Sí. Sigue allí. Te necesito para no comenzar a tiritar. No quiero tiritar. Tiritar es el llorar del cuerpo y, por alguna razón, no quiero llorar, no debo llorar.
De repente, noto mi rostro rígido, también otras partes de mi cuerpo; casi todo está rígido, por lo que me entra la claustrofobia de quien solo tiene una única sensación. Por eso intento distraerme. Distraerme. Para ello, giro la cabeza. No. No sé si la giro o si solo giran mis ojos. En realidad, no sé ni si tengo cabeza.
Y ahora, al intentar recordar los pies, los brazos, las manos, me sorprendo con la sensación de que está todo lejos, más lejos de lo normal, demasiado lejos; aunque también es verdad que consigo ver mis pies, que se encuentran con las puntas hacia abajo. Porque estoy boca abajo. Ahora lo veo. Como veo también que los talones caen hacia fuera. O solo el talón izquierdo, el otro, el derecho, no lo puedo ver, pues mi cabeza, toda, descansa apoyada sobre uno de sus lados, completamente. Completamente me resulta imposible saber qué lado es el que apoyo. O, no es que no lo pueda saber, es que no lo recuerdo. No puedo recordar; tampoco pensar, solo siento. Y lo hago de una manera desordenada, extraña, fragmentaria; tal vez intermitente o, mejor, como gradual.
Intento subir ahora los ojos. No puedo. Si acaso, bajarlos un poco para volver a observar el pie, que me parece de otra persona, una persona que se alejara de mí, que no fuera yo.
Lo más confortable, lo menos doloroso, es mirar de frente, dirigir la mirada que no sé de quién es hacia lo que creo que es el frente. Eso no me duele apenas. Porque, cuando miro arriba o abajo, que, en realidad, no es ni arriba ni abajo, porque estoy a ras de suelo, a ras del suelo, y sería más bien a derecha e izquierda si recordara lo que es derecha e izquierda, entonces me duelen las cuencas de los ojos. Las cuencas, que están secas como la cuenca de un río seco. Porque continúo sin llorar pues no tengo miedo y me parece estar más sorprendida o expectante que preocupada. Tal vez sea precisamente esa falta de miedo lo que me impide llorar. Es más, mis ojos están tan secos que, por un momento, temo que se vayan a agrietar».