En un cajón de un oscuro almacén tres juguetes se despiertan rodeados de muñecos de ojos sin vida. Los tres han sido abandonados el día de Navidad por otros «mejores» y de mayor modernidad. Ante la inutilidad de su existencia, los juguetes de hogar deciden buscar a su artesano creador, emprendiendo así una aventura de peligros por un mundo hostil y desconocido para ellos. Una historia de sentimientos, superación y amistad. La simbología tras los juguetes supone asimismo un retrato crítico de las sociedades señaladas por la ambición y la egolatría. Novela indicada para todas las edades.
Jesús María de Val psicólogo educativo y profesor de lengua española y lengua extranjera. Nació en Madrid, tras una época en Londres y otra en Francia, regresó a España donde coordina proyectos de prevención del fracaso escolar con jóvenes y adolescentes. Escribe narrativa y poesía. Finalista «Premio Iberoamericano Verbum De Novela 2019» (España, 2019). Ganador del VII Certamen de Poesía «Villa De Humanes» (España, 2017). Ganador del Premio de Poesía «Natalicio de la Poetisa Nacional Ermelinda Díaz» (Chile, 2017). Novela finalista del Premio «Villiers de L´Isle Adam de novela Fantástica». (España, 2018). Segunda mejor novela «Premio de Novela Novelistik-Gandhi de Ciencia Ficción» (México, 2016). Mención de honor «V Premio Noviembre Nocturno de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción» (España, 2019). Premio Accésit «VI Certamen de Relatos Cortos Aldaba-Comuniter» (España, 2017). Finalista del Premio Literario «Caños Dorados» (España, 2017).
«¿Perfecto? Perfecta era Monique. Y también sus manos. Como perfectas eran las piezas de Mecano. Pero la avioneta era otra cosa, que no necesitaba de los últimos adelantos para que a Lam se le empañasen las gafas, como si eso fuera posible en un muñeco de madera. Y no era por tanto perfecta, pero sí completa. Porque así se sentía Lam subido a ella. Y porque sabía que los sueños no tienen que ser perfectos para ser reales, ni tampoco estar cerca de las estrellas para alcanzar el cielo».
«El taller no parecía por fuera tanto como lo fue por dentro. El exterior se veía destartalado y las puertas se caían a trozos. Raro para un establecimiento en el que la madera lo era todo. El interior sin embargo era otra cosa. Llegaba ese olor que solo las antigüedades impregnan al mezclarse con la madera nueva. Una sinfonía de aromas con notas de pino, abedul y roble. Pero sobre todo forzaba la imaginación a volar entre el degradado de tonos, tal si de un bosque vivo se tratase. Un portal de fantasía en el que los troncos de los árboles hubiesen susurrado al oído del artesano lo que deseaban ser. Había en esa profundidad castaños y cobrizos que resplandecían en los rostros de juguetes a medio terminar. Eran los últimos rayos de sol, que se colaban por la vidriera para otorgar otra paz a los muñecos ya terminados, quienes miraban hacia la puerta creando una mágica sensación de bienvenida».
«La melodía sonaba a tristeza. Como todo en aquella sala de cortinas echadas. Una marioneta bailaba atrapando con sus manitas ese dolor que, al pasar por su cuerpo y volver a girar, la muñequita devolvía a la habitación agrandado en tristeza. Algo hacía de su fragilidad que en cada arabesco mostraba la impresión de ir a romperse. Como si esa cinturita y esos bracitos ya no soportasen el peso de tanta emoción y la forzase a elevarse sobre las puntas y dar vueltas, para que así, con mucha pirouette y mucha fouetté, pudiera la marioneta desprenderla toda. Pero tanto le pesaba ese dolor que al final se quedó suspensa en un imposible arabesque antes de dejarse vencer y caer junto al marco de una fotografía. Y así acabó la danza, tendida sobre el tablero, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos extendidos hacia el retrato de su dueño».
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