La aparición de cuatro cadáveres decapitados, dispuestos alrededor de una mesa de piedra, en el parque de juegos de un tranquilo pueblecito de la Sierra Norte de Madrid, donde parecen estar echando una canónica partida de dominó, es el primer movimiento de otra partida más siniestra, si cabe, que va a implicar a muchas personas. Los cuatro «jugadores» de dominó no parecen tener ningún vínculo en común, pero sí que coinciden en una cosa, a cada uno de ellos hay alguien que quería verlos muertos.
¿Puede una persona mansa y sencilla convertirse en un vengador cruel e implacable? ¿Puede alguien que ha sufrido menosprecio e indiferencia, e incluso vejaciones durante décadas sin rebelarse explotar de forma abrupta pero taimada, hasta el punto de usar a la propia Policía como un instrumento primordial para llevar a cabo su venganza?...
Manuel Berriatúa Clemente nació en Madrid. Trabajó como especialista en informática en la compañía Iberia Líneas aéreas de España, desde 1974 hasta el año 2013, en el que se prejubiló.
Licenciado en Filología Hispánica por la UNED en el año 2011.
Ganador del Premio Círculo de Lectores de Novela 2014, con la obra El escudero de Cervantes y el caso del poema cifrado, concedido por un jurado compuesto por más de tres mil lectores. El protagonista, Miguel Saavedra, profesor de literatura, aparecerá en novelas posteriores como gran amigo del comisario Luciano Ferrer, a quien ayudará en la resolución de algunos de sus casos más complicados, además de compartir ambos las veladas literarias de los jueves.
Su novela La llave de Mumbele, fue aceptada en concurso público y editada por la editorial Edebé México, que la incluyó en 2018 en su colección Periscopio, un catálogo de novelas para uso didáctico en las escuelas mexicanas, llamado Plan lector.
Le apasiona leer y escribir poesía, sobre todo sonetos, estrofa que dada su concisión y el estricto cauce de la rima, obliga a afinar con el lenguaje, lo cual es un magnífico ejercicio para un escritor.
«¿Pueden el odio y el deseo de venganza, enquistados durante años, aflorar de forma desaforada y transformar a personas normales y mansas en instrumentos de violencia? Una violencia furibunda, pero a la vez calculada al milímetro en un complejo plan, que se inicia con la aparición de cuatro cadáveres decapitados jugando una siniestra partida de dominó, y que se valdrá hasta de la propia policía para la consecución del objetivo final.
El comisario Luciano Ferrer, alias Lucifer, se da cuenta de que los conspiradores lo están utilizando, pero no le queda más remedio que cumplir con su obligación paso a paso, aun sabiendo que todo puede acabar en un desastre».
«Un enérgico sargento de porte marcial se acercaba a largos trancos a los recién llegados, a los que alcanzó cuando acababan de salir del coche.
—Sargento Mendoza, para servirles.
—Comisario Ferrer.
Sin más preámbulos, los acompañó hasta la mesita de piedra flanqueada por los cuatro bultos, cubiertos cada uno con una sábana o alguna otra tela de parecidas características, como si fueran el mobiliario de una casa en desuso. A Luciano le dio la impresión de estar contemplando cuatro fantasmas ludópatas que se hubieran enredado en una partida interminable.
—Los hemos cubierto para evitar que los pájaros se lleven parte de las pruebas en el buche… y para sustraerles el espectáculo a los mirones congregados, entre los que hay algún menor. No entiendo cómo puede haber padres que permitan a sus hijos estas visiones de pesadilla —el sargento señaló al numeroso grupo de curiosos que observaban con vivo interés, y los móviles en alto, desde más allá de la cinta de plástico que enmarcaba el escenario.
—¿Qué sabemos?
—Que le han pasado el caso a su unidad —respondió el sargento con cierto deje de fastidio que no incomodó a Luciano.
—¿Y en cuanto a las pruebas?
—Ya se ha fotografiado todo lo que hemos encontrado alrededor de la siniestra partida. Cuando se recojan las fichas que hay sobre la mesa y se lleven donde usted disponga, se podrá proceder a buscar huellas dactilares o cualquier otro rastro en ellas, para completar lo que se aprecia a simple vista.
Luciano posó su mirada sobre las fichas blancas y negras de buen tamaño, y no le costó imaginar el estruendoso y característico “cloc” que harían al ser depositadas con fuerza en su sitio correspondiente, como debía hacer todo buen jugador de dominó. Gran parte de las fichas estaban colocadas boca arriba, formando una ele en el centro de la mesa; y otras, boca abajo en cuatro montoncitos, uno delante de cada jugador; como si un ángel exterminador hubiera interrumpido súbitamente con su espada flamígera una partida de lo más normalita».