Un hombre joven, deprimido y sin suerte en la vida, decide suicidarse. Desesperanzado y al borde de la muerte, una misteriosa organización lo salva. Sin darle detalles ni explicar su misión, afirman que él es clave para ayudar al mundo entero, por lo que decide colaborar con la organización sin tener claro cuál es su papel. Además, sin saberlo, acabará involucrando de manera irreversible a su encantadora vecina, una madre soltera de dos niñas. Como telón de fondo encontramos las historias de Valentina, una imponente mujer con muchos secretos que ocultar, y de Paco y Alicia, un matrimonio que ha sido asolado por la ELA.
Nayra Bajo de Vera nació en Barcelona en el año 2000. En 2007 se mudó a Tenerife, lugar de origen de su familia materna. Escribió pequeños relatos desde temprana edad, hasta que con diecisiete años empezó a escribir Vida, su primera novela, que finalizó un año después. En 2019 comenzó la carrera de Periodismo en la Universidad de La Laguna, año en que ganó el premio de la facultad al concurso de microrrelatos con temática de los derechos humanos.
Además de la escritura, ha cultivado su gusto por la danza. Comenzó a recibir clases de baile moderno a los seis años, y más adelante experimentó también con hip hop, contemporáneo, funky y un poco de breakdance. A partir de 2018 comenzó a competir en danzas urbanas.
«Como lectora, siempre he pensado que ser capaz de deducir qué va a pasar en una novela desde el principio es un defecto en la historia. Para que un libro enganche, hace falta algo de intriga, de incertidumbre. “¿Qué va a pasar ahora?”. Eso quiero preguntarme cuando leo un libro. Como escritora, creo que no puedo exigirme menos. Por eso, me comprometo con vosotras y vosotros, lectoras y lectores, a que os preguntéis eso mismo mientras leéis Vida. No solo os podréis identificar con los personajes, sino que también os sorprenderán».
«“Es el fin. Se terminó. Es el fin. Es el fin. Es el fin. Es el fin. Es el fin”.
Mi cabeza no paraba de repetirme una y otra vez la misma sucesión de palabras. Verbo, artículo, sustantivo. No podía pensármelo dos veces. Ya había tomado la decisión de acabar con la tóxica relación conmigo mismo. No me hacía ningún bien, y ya era hora de terminar con todo.
Entonces… ¿por qué?
Ahí me encontraba. Yo y la inmensidad del vacío que me observa expectante a aquello que estaba destinado a suceder. Un momento íntimo; el último que tendría para conversar de tú a tú con el despreciable individuo que habitaba en mí y me llevaba a la desgracia. Nunca más tendría que lidiar conmigo mismo.
“Me odio. Me odio. Me odio. Me odio. Me odio. Me odio. Me odio”.
No derramé una sola lágrima. No me arrepentí ni un solo instante. No deseé dar marcha atrás en el tiempo. Ese individuo que me amargaba la vida estaba a punto de morir… y por fin podría estar en paz. Resulta un tanto sarcástico ¿no? Cruel quizás. Una broma de mal gusto. Lo único que me consuela y me hace sentir feliz es el hecho de pensar en que no voy a existir. Voy a convertirme en la nada, en el olvido, en una sombra que jamás existió. No podría ser más perfecto. Adiós, vida de sufrimiento.
Me tiré al vacío. Di mi última voltereta —o la que creía que sería la última—. Miré a mi alrededor: solitario, oscuro y frío. Mi muerte iba a ser igual que mi vida. La única diferencia es que jamás me había sentido tan feliz, tan lúcido, tan despierto. La consciencia de acabar con una mísera existencia que no ha conocido un solo segundo de satisfacción me dio la vida que me faltó durante años. Mas, de repente, caí sobre algo que no parecían rocas al fondo de un precipicio. Caí, sí, pero no morí.
[…]
Bajé por unas escaleras que me condujeron al mismo puente por el que hacía algunas horas me había lanzado, esperando terminar con todo. […] Me subí a las barandillas del puente con el viento en mi contra, azotándome por todas partes y colándose entre mi ropa, creando el efecto de una danza involuntaria en mi cuerpo. Cuando estuve seguro de estar estable, solté mis manos de los barrotes y me alcé como un águila, desplegando las alas para disponerme a iniciar el vuelo. Sentía que podía volar. Sentía que lo estaba haciendo. Sentía una cálida humedad derramándose de mis ojos y empapar mi cara entera. Reía, lloraba, gritaba y volvía a reír. Nunca había sido tan feliz. Nunca me había sentido tan pleno. Todo cobraba sentido. Mi vida al fin significaba algo para mí mismo. Por fin el águila ya no me devoraba. Me había convertido en el águila».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y Nayra Bajo de Vera os lo agradeceremos.