El cadáver de un cabecilla del hampa desaparecido hace dos décadas es encontrado durante la construcción de un centro comercial en San Blas. En el distrito, unos culpan a otros de su muerte, que dejó sin cabeza a toda una organización criminal. Se desata la violencia. Corre el rumor de que el muerto tenía un tesoro escondido y resucita lo más miserable de cada uno de los que vivieron su desaparición. Un policía quemado ve una oportunidad para recuperar al amor de su vida, la viuda del muerto. Una joven agente quiere resolver el asesinato antes de que la guerra criminal se extienda aún más. La ironía del desarrollo ciudadano, la subsistencia de clases en Madrid y unas motivaciones casi siempre erróneas, pero que llevan a hacer lo correcto, guían a los personajes en esta aventura donde no faltan drama y humor, como en la vida en general.
Nació en Tarragona en 1972. Siendo niño se trasladó a Madrid. Es psicólogo de profesión. Ha publicado No he venido aquí a hacer amigos (2005), premiada en la III edición del certamen de novela de Caja Madrid, El efecto Coolidge (2008). Dedicado desde entonces a su profesión, a la paternidad y a vivir con mala postura, ha vuelto a las letras con la idea de quedarse. Entre otros disparos cercanos a la diana, en 2019 quedó finalista en el XVI Premio Internacional Sexto Continente, de Monólogo de humor y en 2020 en los premios Bellvei Negre de relato negro y policial con una obra histórica y policial y en el certamen Auguste Dupin con Sonrisa desprendida de un cadáver.
«Hay quien opina que la culpa de todo fue del celo profesional mostrado por la agente Ana Orozco, que de haber sido algún otro el que redactó el informe, ahora estaría el caso criando esos hongos que le salen a los papeles viejos. Pero ella era joven, recién llegada como quien dice desde la academia de Ávila a la comisaría de San Blas. Tenía por entonces la vocación intacta y una energía propia de esas edades en las que uno ve el final lejano, si es que hace por asomarse a otearlo alguna vez. En esas circunstancias, cuando tuvo frente a ella a Orlando Solís, pontevedrés de cuarenta y dos años, trabajador de la construcción y especialista en operar una excavadora, en lugar de usar una voz robótica y colocar el filtro del desinterés, prestó toda su atención.
El ciudadano, cuyo parecido con su épico tocayo, ese que estuvo enamorado y después furioso, era más bien escaso, se presentó en la comisaría a confesar que le había sustraído una corona de oro de cuatro piezas —que incluían incisivo izquierdo, colmillo y premolares— a un cadáver. Colocó la prueba de su pecado con su mano grande, fuerte y peluda, una mano esperable en un cuerpo de las mismas características excepto por su frente y coronilla, justo delante de la agente uniformada, que se estremeció de asco antes de proceder a la toma de datos protocolaria. Comenzó por la filiación del hombre, queriendo no saltarse ni un detalle de los que solicitaba el formulario oficial, pero mientras apuntaba, él se soltó con esa verborrea propia del que lleva acumulando culpa mucho tiempo, lo que podría haberla despistado.
—Estaba metiendo la pala excavadora. Había que sanear el terreno, no podía quedar un residuo que recordase a los compradores que allí había habido lo que había habido. Ya me entiende. Nadie quiere saber que su casa se sostiene sobre algo así. El caso es que hundí la pala, ya sabe. En cuanto sentí blando, me bajé corriendo. Se lo dije al encargado de obra, que había bicho. Era ya casi esqueleto pero aun daba bastante asco. Cal, yo creo que le habían echado cal viva. Los dientes brillaban al sol, eso sí».
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