Doce sin papeles permanecen encerrados en un cubículo inmundo de cinco metros cuadrados sin váter. Es verano y el calor es insoportable. El inspector amenaza al capitán: «O te largas con los doce ilegales o retengo tu mercante sine die». La policía asegura que son polizones llegados a bordo del Caribdis, un viejo granelero del que se escaparon sin ser vistos horas antes. El capitán insiste: «Estos doce no son míos; los otros dos, sí». Hay diez testigos en juego, y cada uno aporta su visión. ¿Logrará zarpar la nave?
Inés Martínez Ribas (Barcelona 1968) es escritora, socióloga y periodista. Trabaja como consultora de comunicación y da clases en la universidad. Es máster de Periodismo El País-Universidad Autónoma de Madrid, licenciada en Ciencias Políticas y Sociología (Universitat Autònoma de Barcelona-University of East London) y licenciada en Ciencias de la Información (Universitat Autònoma de Barcelona). Ha trabajado como redactora en los diarios El País, La Vanguardia y El Periódico; y ha sido responsable de prensa y protocolo en instituciones como la Fundación la Caixa y el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. Ha escrito varios libros de comunicación corporativa. Polizones. A bordo del Caribdis es su primera novela, obra finalista del III Certamen Auguste Dupin de Novela Negra.
Imagina que un día hallas una botella en el mar. Dentro hay un legajo de papeles. Puedes leer algunos, pero no todos. La humedad ha maltrecho parte. El mar es así. Nunca puedes abarcarlo de una sola vez. Con ello solo quiero decirte que en un relato sobre el mar nunca debes atar todos los cabos. En todo barco siempre hay parte de la jarcia suelta.
Con los humanos ocurre algo similar. Avanzamos a trompicones. ¿Qué es la escritura, si no? Una muleta para la cojera del alma. Un día llamó a mi puerta. Toc toc.
—¿Qué quieres? —pregunté.
—Unos sin papeles andan perdidos. Dale unas páginas —me suplicó.
¿Qué podía hacer yo? ¿Ignorarles?
«Trajinaba de la cocina a la despensa, con la mancha aún en la bragueta. ¿Quién iba a adivinar a qué se debía aquel lamparón? Había en sus ropas rastros de otras salsas, cercos de aceite e incluso granos de arroz. Se había refugiado en el interior del Caribdis al divisar el furgón policial, pues sabía que nada bueno iba a traer. Al rato decidió sentarse y pelar patatas. De repente, a través del ojo de buey, oyó el ruego del Viejo: “Danilo, un Assos.”
Salió disparado y se dirigió al camarote del capitán a por uno de sus cigarrillos. Ya casi entraba cuando decidió doblar sobre sus pasos. Liaría uno de los suyos por eso de acostumbrarle poco a poco al nuevo tabaco, pues resultaba más económico. Abrió el portalón y el calor de la tarde le abofeteó. Apenas dio tres pasos, el capitán le arrancó el cigarrillo a medio hacer de sus manos, y con un movimiento seco de cabeza le indicó que se colocara junto al resto de la tripulación.
Vio de reojo unas manos que asomaban por entre los barrotes de la ventana del camarote exterior de estribor. Sabía que los dos polizones no alcanzaban a verle, pero por si acaso retrocedió un par de pasos más. En ese preciso instante el inspector bramó un “carajo” y al Cocinas se le hizo un nudo en mitad de la garganta. A diferencia del Viejo, él sí entendía qué quería decir. Él era de Zamboanga, y sus abuelos siempre le habían hablado en chabacano, esa lengua mestiza que surgió siglos atrás de la fricción entre el español y el tagalo. Bajó la mirada, reparó en ‘la’ mancha y sintió vergüenza y miedo y otras muchas cosas a la vez. Cerró los ojos y su mente le jugó una mala pasada: ya no estaba aquí, sino allá, a cientos de millas de distancia y dos días marcha atrás.
El Caribdis ha zarpado de Argel y se dirige a Castellón. Al Cocinas le pueden las ganas. Sale a cubierta y se desliza sin ser visto hasta el pañol de proa. Abre y cierra la puerta tras de sí con sigilo. La pieza está a oscuras, pero él y ellos saben a lo que va.
—Pssssss».
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