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El notario de ojos verdes es la siniestra historia de don Lázaro, un hombre imperturbable en cuyas manos reside la facultad de devolver la vida a los muertos. A su despacho acuden aquellas personas que acaban de perder a un ser querido, y que deben aceptar irremediablemente un espantoso requisito: ofrecer a una víctima a cambio del fallecido para que ocupe su lugar en el sepulcro.
¿Quiénes son aquellos emisarios piadosos que nos entregan arbitrariamente la tarjeta de don Lázaro? ¿Es una vida más valiosa que otra? ¿Es una muerte más funesta que otra? ¿Dónde queda relegada la moralidad en la encrucijada de intercambiar la vida de un ser humano inocente por la de otro ya sentenciado?
Nos estremecemos de horror al descubrir, silenciado hoy, el terrible secreto de don Lázaro.
Israel de la Rosa nació en Elda, Alicante. Es novelista y dramaturgo. Colabora habitualmente en prensa publicando artículos de opinión. Fue guionista de televisión en 1999. Ha escrito veintiocho guiones de largometraje. Es también autor de más de doscientos relatos breves.
Fue seleccionado por su obra teatral Confusiones para representar a España en el Festival de Jóvenes Autores Teatrales Interplay Europe '98" celebrado en Berlín en mayo de 1998. Ha estrenado en Madrid tres obras de teatro y seis piezas de microteatro. Una de estas piezas, Luna y dos, fue seleccionada en el Festival Talent Madrid 2014.
Su novela Diario de un xenófobo fue finalista en la 5.ª edición de los Premios de Arte Joven de la Comunidad de Madrid en diciembre de 2001.
Sus trabajos publicados: El hombre que buscaba nacer (2019), Eduardo y el pan (2024).
«Existe, en El notario de ojos verdes, un acuciante y maligno deseo de agitar la conciencia de las personas que descubran la escabrosa y siniestra historia de don Lázaro. Existe, también, un poderoso anhelo de formular al lector preguntas incómodas. ¿Por qué nos ha fascinado siempre el insondable mundo de los muertos? ¿Por qué nos atrapa de semejante modo la fantasía recurrente de alterar el destino, de erigirnos en un ser supremo? ¿Y cuál sería el precio a pagar por jugar a ser Dios? Hay en estas páginas un propósito travieso, malintencionado, de establecer, con ayuda del lector, los límites de la moral, de la ética, un empeño por redefinir los principios más fundamentales. Y, al mismo tiempo, la voluntad sincera de justificar, en nombre del amor, los más horribles actos».
«Hemos hablado con anterioridad de la fastidiosa desconveniencia que suponía que unos testigos presenciaran un fallecimiento que más tarde había de ser revertido. Referimos en aquella ocasión, para ilustrar la materia, el caso de la portera y asimismo el de la enfermera. Describiremos en este punto, con suficiente detalle, y porque así lo exige la continuidad del relato, un singular episodio en que esta desconveniencia, si bien a la postre se logró resolver, llegó a convertirse en un verdadero y escabroso obstáculo.
Jesús de la Fuente era un hombre que ayudaba a su padre, todas las mañanas, en el almacén de piensos. El resto del día acostumbraba pasarlo en casa, instalado en la estrecha butaca color chocolate que había heredado de su difunta madre, frente a una birriosa y temblona mesita revestida de hule floreado, escribiendo a máquina emotivos y elaborados poemas, en su mayoría de cristalino amor, que inspiraban el más amartelado recogimiento.
Tenía Jesús por vecinos a una anciana señora de ahuecada peluca y voz estrangulada, que oreaba a su escandaloso y ceñudo perrito a horas intempestivas, y a una discreta y encantadora pareja: él, un industrial respetable, muy cortés; ella, una cautivadora quiosquera, de enormes y seductores ojos azules e inmoderados tirabuzones pelirrojos, a quien Jesús, en secreto y con recargado pudor, consagraba día tras día sus amorosos y trémulos versos.
Una infausta y lluviosa tarde, Eladia, la quiosquera, resbaló mientras subía los peldaños del segundo piso, cargando un pesado y vistoso jarrón —una coquetería oriental, muy a la moda—, y se precipitó dramáticamente escaleras abajo. El esplendente jarrón se hizo pedazos, y Eladia se quebró el cuello: la desventurada quiosquera pereció en el acto.
Jesús, que siempre corría a espiar a su vecina, ansioso y embelesado, cuando escuchaba sus pasos en el edificio —para cebar su deseo y, posteriormente, enriquecer con desempolvada emoción su poesía—, contempló fortuitamente la horripilante tragedia a través de la mirilla de la puerta, y quedó profundamente horrorizado. No tuvo siquiera valor para salir al encuentro del marido, que minutos después lloraba sin consuelo, desgarrado, con el cuerpo de su malograda mujer entre los brazos.
Luego de tres días de silencioso encierro, Jesús halló fuerzas al fin y, compelido por el deber y la formalidad, acudió a ofrecer sus condolencias al industrial. Escaló aquellos mismos peldaños mortales y empinados, conteniendo a duras penas el delirante latido de su corazón lacerado, y tocó al timbre. Y aguardó, henchido de tormento y pesadumbre, con la testa digna y erguida, a que el afligido viudo lo recibiera.
—Lo acompaño en el más hondo sentimiento… —murmuró, protocolario, apenas comenzó a abrirse la puerta.
—¡Jesús, qué alegría verte, hombre! —exclamó el industrial con sincero regocijo—. ¡Pasa!
"Cuán frágil es la condición humana", se dijo Jesús, apiadado, "y qué acechante y presta merodea la locura. Pobre hombre, está desquiciado y perdido".
—¡Entra, Jesús, no te quedes ahí! ¡Tómate algo con nosotros! ¡Estamos de celebración, es el cumpleaños de Eladia!
—No imagina cuánto lo siento… —dijo Jesús, perseverando estoicamente en su pésame, manteniendo la entereza más decorosa.
Entonces sucedió algo realmente portentoso: Eladia surgió del interior de la casa, con un delantal puesto, el cabello anudado con un pañuelo verde y unos cubiertos en la mano.
—¿Quién es? —preguntó, intrigada—. ¡Ah, es Jesús! ¡Hola, vecino!
"Está viva", se dijo, «la muerta está viva».
Y se desmayó».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Malas Artes y Israel de la Rosa os lo agradeceremos.
