Corren tiempos agitados en la capital de un cierto país durante la transición de un régimen totalitario a una democracia. En medio de la efervescencia social, la muerte de la estrella de cine Érica Heiss tras caer por la terraza de su apartamento se convierte en un asunto espinoso cuando un agente de la Policía controvierte la teoría general del suicidio transformándola en un asesinato auspiciado desde las altas esferas del Estado.
El ministro del Interior, comprendiendo que esta información es una bomba que compromete a un gobierno que apenas ha comenzado a andar, organiza una encarnizada persecución del policía, al que acompañan su mujer y un joven, antiguo novio de Érica, el cual conoce la verdad alrededor de los motivos del crimen.
El cerco se va cerrando inexorablemente sobre el agente de policía, cuando un guiño inesperado de la providencia le brinda su última oportunidad en la persona de un magistrado. Fatalmente, la ayuda final será su perdición. El sistema prevalecerá, aunque quizás a un precio demasiado alto.
Manuel V. Llorens (Vila-real, 1965), casado, con un hijo de veintidós años, es Licenciado en Derecho, y ejerce de funcionario con Habilitación de Carácter Nacional como Interventor del Ayuntamiento de Alcalà de Xivert (Castellón). Ha sido ganador y finalista de numerosos certámenes de novela y relato, y ha visto publicadas sus novelas La píldora de la inmortalidad, La estrella escondida, Muerte de Soledad Olairich y El rastro del dios olvidado, así como un conjunto de relatos a cuatro manos con Vicente Andreu: En la hora cero.
«La tradicional lucha entre el bien y el mal deja paso en esta novela a la no menos famosa pugna entre la verdad y la conveniencia, o tal vez mejor, entre la mentira útil y la realidad molesta. Por lo tanto, el pulso no lo dirimen tanto las personas como las circunstancias. Todos mentimos en mayor o menor medida, asumía Kurosawa en Rashomon, lo que trasladado a términos globales venía a negar la existencia de la virtud, al menos si se entiende absolutamente exenta de impurezas. Este es el universo que rige en El mes de las moscas, donde no hay cabida para la honestidad. Ni las personas, ni los cargos ni las instituciones se corresponden con la imagen que ofrecen a la sociedad. El gobierno no siempre actúa con arreglo a la ley, la Policía deja con frecuencia de servir al interés público, la Justicia aprieta más o menos en función de la coyuntura y la gente olvida a menudo las reglas de la convivencia. En estas condiciones, en El mes de las moscas los personajes más dispares quedan vinculados por el rasgo humano por excelencia: el instinto de supervivencia. Quienes pelean por que la verdad sobre un asesinato no prevalezca no lo hacen en aras de un bien común, sino simplemente por salvar el sillón; pero los que persiguen que la verdad aflore tampoco se mueven por un ideal de justicia, sino por el egoísmo más elemental de conservar la vida».
«Fonseca se desembarazó del gentío, llegó al espacio despejado y emprendió una enconada carrera hacia la primera esquina que formaban el edificio judicial y la calle perpendicular a la plaza. Montero reorganizaba sus efectivos; echó mano de una emisora y profirió a través de ella unas órdenes secas. El otro policía, sin haberse enfundado la pistola, salió catapultado a por Fonseca. Era muy ingenuo por parte de éste pensar en correr más rápido que el policía con las manos amanilladas, pero en esos momentos los cálculos estaban de más, no pensaba sino en ganar la esquina y seguir corriendo por el centro de la calzada en la esperanza de que el tráfico rodado contribuyese a formar una algarabía que le ayudara a desaparecer. Sin embargo, nada más doblar la esquina, dio de bruces contra un señor que venía en dirección a los juzgados; el señor se desplomó de espaldas y el propio Fonseca no pudo evitar la caída; desde el suelo asistió a la llegada del guardia que ya lo encañonaba.
Desde que se abrieron las portezuelas del coche de policía a la entrada de los juzgados hasta que Fonseca comprendiese su fracaso en el suelo no habían transcurrido más de quince segundos. Un intervalo de tiempo extraordinariamente breve para tanta maniobra arrebatada, tanto chillido grotesco y tanto asombro despertado. En cambio a él esos quince segundos le parecieron toda una vida, o mejor dicho, el resumen de una vida, la suya, siempre dedicada a detectar a toda prisa los escondrijos que lo ocultasen de las miras de la legalidad. Todo indicaba que esa huida permanente había llegado a su conclusión. El agente podía perfectamente descerrajarle un tiro con motivo de evitar su fuga; es más, seguro que iba a hacerlo. Un disparo definitivo para cerrar cuentas de una vez con un caso espinoso y comprometido para las instancias oficiales.
Fonseca creyó llegada su hora.
El agente le apuntó solemnemente y sonaron tres tiros secos a quemarropa, de esos en los que el olor de la pólvora, el brillo del fogonazo y el estampido de la detonación se confunden en el cerebro como si constituyeran las percepciones de un mismo sentido».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y Manuel V. Llorens os lo agradeceremos.