En un pueblo cualquiera, donde los humanos no necesitan ser nombrados, el matadero domina la economía local con sangre y dolor. Uno de sus trabajadores toca fondo: cuando lo trasladan al área de exterminio, decide que no está dispuesto a asesinar animales con sus propias manos. Consigue un trabajo en una granja como agricultor, rodeado de hortalizas que no chillan ni lloran, pero sufre por los cerdos y vacas de la explotación ganadera. Es entonces cuando toma la decisión de renunciar a la carne, de no servirse de cuerpos ajenos para alimentarse, y se pasa incondicionalmente al bando de los animales. Descubre que no es el único vegano en el pueblo, lo que le da fuerzas para empezar a compensar la situación. Tras un par de venganzas bien calculadas, algún paso en falso y un duro revés, comienza un peligroso activismo contra todos los que contribuyen a mantener esa industria de la aniquilación de otras especies, hasta el punto de cruzar todos los límites por un movimiento que busca elevar a la categoría de dogma, aunque eso signifique contravenir sus principios.
Soy licenciado en Comunicación Audiovisual, profesor de español ocasional, periodista frustrado y publicista por inercia, ya en la reserva. Actualmente compatibilizo la labor de escritor con la de corrector ortotipográfico y de estilo. Sí, soy solotildista, detractor del laísmo y talibán de los gerundios. Como plantas y tengo un heredero de energía y luz infinitas. A los 24 terminé mi primera novela, Una silla para la soledad, que vio la luz 7 años después en la editorial Contraescritura, y que presenté, entre otros sitios, en la Feria Internacional del Libro de Praga y en el Instituto Cervantes de la capital checa. Para entonces ya había publicado mi segunda obra, Pulsos y Tránsitos (Bubok), un libro de relatos bastante surrealistas. Residí 3 años en Praga, en cuyos cafés di forma, tras mucha investigación histórica, a mi segunda novela, todavía inédita. De nuevo instalado en Madrid escribí la tercera, Descarnado, que supuso un cambio de registro y estilo, y que para mí representa una forma creativa de activismo por encima de todo. Aproveché el confinamiento para terminar una novelette de ciencia ficción que quizá me anime a publicar, y ando inmerso en la preparación de una nueva novela, más larga y experimental, que espero terminar antes de los 40. Padezco escribofrenia, y solo va a peor.
«Descarnado no es un libro amable ni condescendiente. Su historia te coloca frente al espejo para que cuestiones tus privilegios de especie y te expone a un panorama de dominación. Aunque es ficción, todo el universo que refleja es dolorosamente veraz, situaciones presentes en medio mundo que suceden cada día, a cada instante. Esa realidad, que voluntariamente ignoramos por supervivencia moral y mantenimiento de privilegios, es el detonante, la catarsis que lleva al protagonista a posicionarse contra su propia raza. Aquí el ser humano es un animal más, aunque se esfuerza por ser el peor de todos».
«Evité entrar en las naves y enfrentarme a la inexorable dinámica del negocio; ya estaba demasiado al tanto de esa realidad artificial en la que seres destinados a vivir decenas de años eran secuenciados en una versión acelerada de los diseños de la naturaleza. La tasa de mortalidad sólo era un factor de riesgo, un multiplicador que afectaba a cifras obscenas de dinero y se traducía en toneladas de cadáveres arrojados a las fosas comunes del perímetro exterior del complejo, donde se descomponían unos sobre otros terminando de contaminar un suelo ya destrozado por los purines. Para el ganado todo estaba perdido, pero nosotros también éramos parte perjudicada en esa ecuación deficitaria. Era una industria que consumía muchos más recursos de los que era capaz de producir, la mayoría de ellos finitos, y desestabilizaba el clima en mayor proporción que otros sectores injustamente más demonizados. Estaba desafiando un modelo intocable, provocando a un poder fáctico cuya influencia y sed de control no podía ni imaginar.
No dejaba de ser paradójico: si me hubieran exigido extinguir un animal, siempre habría elegido a las moscas, por pesadas e improductivas. Ahora, en cambio, las veía como los seres supremos, las verdaderas reguladoras de la naturaleza. Avisan a los vivos de que estén alerta, certifican la muerte antes que nadie. Son las forenses del mundo. Se nos aproximan para recordarnos que desde que nacemos empezamos a morir, que estamos en constante proceso de putrefacción, y nos tantean para calcular cuándo nos llegará el momento y podrán regresar a nosotros.
Los animales fueron de las primeras palabras que escribimos, de las ideas que más pronto conseguimos materializar fuera de nuestras mentes. En una época en que dependíamos de ellos para sobrevivir, los adorábamos, respetábamos y temíamos como se merecían, sabedores de que esa dependencia nos impedía considerarnos superiores. Pasamos a inventar las oblaciones para poder comérnoslos por vicio, y ahora, consumado el dominio sobre todas las especies, cuando menos las necesitábamos para prosperar, habíamos decidido que no nos apetecía seguir compartiendo el mundo con ellas en un marco de igualdad, ignorando que sin su ayuda nunca habríamos llegado hasta aquí. La domesticidad total a la que aspirábamos era la más desmesurada ingratitud jamás ejercida.
Habíamos aparecido los últimos, y parecíamos empeñados en ser también los últimos en desaparecer».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 e Ignacio Samper os lo agradeceremos.