Colaborando en esta campaña preventa recibirás el libro en casa antes de que entre en circulación, para que esto sea posible nos hemos propuesto alcanzar en torno a 50 reservas, para iniciar los procesos de edición justo después de finalizar la campaña; en un plazo de unos meses.
Un viaje a través de distintas épocas, culturas, clases sociales, nivel cultural, religión y orientación sexual sobre los problemas y la violencia de género en todas sus formas a la que se enfrentan las mujeres en su día a día. Desde una familia de mujeres condenadas a una herencia maldita, pasando por la trata de personas, las agresiones sexuales, los daños físicos y psicológicos, la luz de gas, las dificultades laborales, las tradiciones que se enarbolan para someterlas, la incomprensión, la soledad y la represión. Historias desgarradoras envueltas de la crudeza de la realidad que nos rodea. A veces sentiremos su esperanza en que todo puede cambiar, otras en las que por mucho que se esfuercen la vida las arrollará sin piedad. Porque es el momento de hablar y darle voz a quienes no la tienen.
Yaimara Navarro García nació en La Habana, Cuba. Se instaló en Madrid, España, con solo dos meses. Desde pequeña sus pasiones fueron la lectura y la escritura. Con catorce años se mudaron a Gran Canaria. En el colegio ganó varios premios literarios que organizaban y sus escritos siempre aparecían en el periódico escolar.
Estudió Derecho hasta que se fue a Barcelona para cursar Artes Gráficas y Criminología. Volvió a Gran Canaria para trabajar con niños y adolescentes vulnerables lo que la hizo permanecer apartada de su sueño.
En el 2020 decidió volver a retomar lo que siempre fue el impulso de su vida.
Comenzó con un blog de poesía y en el 2023 lo dejó todo para dedicarse solo a escribir. En ese año escribió seis novelas, cinco bajo seudónimo. Con su auténtico nombre solo firmó Las calladas voces de las mujeres porque ellas sí lo merecen.
«La historia de este libro es un tanto extraña. Se las cuento, porque si ellas pueden abrirse en canal, yo, al menos en una parte tengo el deber de hacerlo también. Cuando todo empezó, estaba consumida por una ansiedad paralizante. En una de esas crisis, donde no existía ni el tiempo ni el espacio, se sentó frente a mí en una silla alumbrada por un foco, una chica que me dijo que venía ayudarme a cambio de que yo hiciese lo mismo. Me contó con detalle los hechos que marcaron su vida. Después, vinieron las demás. Al principio no entendí que querían, hasta que, escuchándolas, fui saliendo de mi letargo. Intenté ignorarlas, pero volvían. Entonces hice por ellas lo único realmente podía hacer. Contarle al mundo entero lo que esas mujeres me habían confesado, darles la voz que un día el mundo calló».
«El primer recuerdo que tengo de mi infancia son las palizas que mi padre le propinaba a mi madre. Aún resuena en mis oídos el ruido sordo de su puño contra su piel, los gemidos ahogados y los gritos insultándola. Cuando terminaba salía de casa y la dejaba hecha un ovillo tembloroso y dolorido en el suelo. Yo me acercaba y me tumbaba junto a ella. La abrazaba y ella lloraba con lágrimas silenciosas para que los vecinos no la escucharan. Nunca se le ocurrió pensar que todos habían oído la golpiza. Esa vergüenza le hubiese supuesto aún más dolor, aunque en el fondo sabía que todo el pueblo era conocedor de lo que pasaba. Los moretones eran difíciles de ocultar porque él nunca se preocupó demasiado de que no fueran visibles. La gente al verla pasar le lanzaba miradas lastimosas, pero nunca nadie hizo nada, porque en lo más profundo de sus cortas mentes pensaban que algo habría hecho para merecerlo.
Un día fuimos a ver al cura del pueblo. Mi madre estaba segura que Dios le daría alguna respuesta, una solución. Era una mujer muy religiosa y confiaba que sus plegarias serían escuchadas. Cuando entramos en la iglesia las paredes de piedra y las imágenes inmóviles me hicieron tener un escalofrío. Cada vez que iba, todos los domingos sin falta y en las fiestas, tenía la misma sensación. El hombre, con su impecable sotana, la sentó a su lado y escuchó sus lamentos con expresión impertérrita. Era imposible saber que le pasaba por la cabeza o cuantas veces habría escuchado historias similares. Mi madre dejó de hablar y hubo un momento de silencio, que seguro que a ella le pareció infinito. La voz del hombre sonó tranquila, pero con un deje de severidad.
—Hija mía, esta es la prueba que Dios, en su infinita sabiduría, te ha enviado. Tu deber como mujer es aguantar y complacer a tu marido. Recuerda que ante este mismo altar le juraste obediencia y obediencia absoluta le debes. Si eso consigue desahogarlo y que esté en paz, tú debes ayudarlo. Haz todo lo que te ordene, sé una buena esposa, recatada y sumisa y verás como todo mejorará. El hombre tiene muchas cargas y de alguna forma tiene que poder librarse por un momento de ellas. Y recuerda, Dios nunca te enviaría una prueba que no pudieses soportar.
Mi madre le dio las gracias y le pidió su bendición. Cuando salimos y me cogió la mano noté que temblaba. De reojo la miré y vi que tenía los ojos acuosos y una profunda expresión de decepción tallada en la cara. El camino a casa fue silencioso. En mis oídos retumbaban las pisadas sobre los adoquines de la calle. Yo iba trastabillando porque ella llevaba un paso inusualmente rápido. Cuando llegamos a casa se encerró en su habitación y dejó explotar la emoción contenida. No podría decir cuanto tiempo estuvo llorando. Mi padre llegó y la escena de cada día se repitió. Esta vez porque la comida no estaba lista a tiempo. Al parecer Dios no la había escuchado.
Ella no volvió a comentar con nadie lo que le pasaba. Con el tiempo, y la impunidad, mi padre se volvió aún más violento, más déspota. En la dictadura el divorcio estaba prohibido y la esposa pertenecía a su marido. Necesitaba su permiso casi hasta para respirar. Como yo crecí, empezó a pegarme a mi también. Aunque mi madre se interponía entre nosotros, él la apartaba de un empujón y me destrozaba el cuerpo sin piedad. Él veía indecencia en todo. Mi cuerpo que se desarrollaba era para mi padre casi una ofensa a Dios, la prueba de que yo me estaba convirtiendo en alguien impuro. Era la culpable del pecado original. Convertirme en mujer me hacía automáticamente ante sus ojos ser una pecadora a la que había que controlar y moldear para que no fuera una perdida, como le gustaba llamarme mientras me golpeaba».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y Yaimara Navarro García os lo agradeceremos.
