Entra

Entra con facebook

login facebook

¿No tienes cuenta?

Las hienas, libro de Emmanuel Marzía Donadío

Widgets del proyecto

Vertical

<iframe src='https://www.lanzanos.com/apoya/3465/1/' width="200" height="285" frameborder='0'> </iframe>

Horizontal

<iframe src='https://www.lanzanos.com/apoya/3465/0/' width="334" height="110" frameborder='0'> </iframe>

Loogic Partners

En Loogic creemos en las personas y creemos que cuanto más cerca de ellas estemos, más podremos ayudarles y más podrán ayudarnos. Nosotros estamos limitados, somos un equipo magnífico pero que no llegamos a todas partes. Queremos tener personas que nos ayuden, sea de forma individual o desde empresas, que compartan la filosofía de Loogic y quieran ayudar a emprendedores, startups e inversores.

Nuestras áreas de acción son amplias, si crees que puedes ayudarnos en alguna de ellas, crees que puedes llevarlas a aquellos a los que nosotros no llegamos, queremos conocerte.

Loogic engloba:

SOBRE EMMANUEL



Escribir para mí
es una necesidad. Lo hago porque las cosas que me pasan o que veo, a veces me duelen. Me impactan. Me llaman la atención.

Escribo entonces para sacarme cosas de encima. Personas, situaciones, sueños frustrados, deseos...

La publicación, el contacto con el otro y el aporte a mi ciudad es la parte que cierra el ciclo artístico. Si no se es leído, no se es escritor




PROYECTO



No me gusta esperar a que me editen. Me debilita esa pasividad, entonces decido hacerlo por mi cuenta. A la vieja usanza.



Tengo experiencia. Mi primer libro, Madreselva,  lo autogestioné exitosamente y tuvo mucha difusión en Madrid. Lo hice por los bares, cafeterías, librerías y hasta plazas.



Al momento ya terminé el segundo, de unas 140 páginas y ahora necesito invertir una cantidad de dinero que no poseo.

Son relatos cortos, en la línea de mis temáticas; las relaciones familiares, nuestros lados animales, la necesidad constante de escapar a algún sitio, la identidad, las obsesiones. La novedad será que habrá relatos fantásticos y un estilo muy diverso al de Madreselva. Más punzante, más propio, más preciso. 




OBJETIVO.



Tener las copias del libro en mi manos, llegar a 2.000, 3.000 lectores en el lapso de un año y ganar alguna mención en algún concurso. Es necesario para crecer.



RELATO ADELANTO DEL LIBRO:



"EL TANO CLAUDIO".



Estamos en Coroico, en las Yungas bolivianas, viendo caer la misma llovizna finita desde hace un par de horas. Somos el que relata, un flacucho de rastas que le dicen Rulo, y el Larva, ambos artesanos. Larva trabaja con alambre y Rulo con madera.

Desde hace meses que me vengo cruzando con personas así. Pibes que vagan durante años por el continente hasta que un buen día se cansan y vuelven a la casa familiar. Pasan tiempo con los suyos, engordan, juntan plata y se vuelven a ir. Y así vaya a saber hasta cuándo.

Al Rulo y al Larva los conocí hace algunos meses en un hotel abandonado bastante alejado del pueblo. Era un predio inmenso cerca del río, solo para nosotros. Dormíamos sobre unos colchones viejos, en lo que había sido la recepción, y por las tardes, luego del ritual del arroz y el camote, nos poníamos a trabajar cada uno en sus cosas. Yo me ocupaba de andar por el monte, en busca de San Pedros y Cucumelos que luego vendía en la ciudad cuando ya no tenía más dinero. Una vez que recolectaba una cantidad suficiente lo llevaba a la sala de conferencias y allí me ponía a hacer todo el trabajo. Una inmensa mesa de roble que antes solía tener comensales distinguidos y que ahora estaba verdosa y húmeda, igual que las paredes del hotel, igual que los cactus que cortaba, igual que los hongos y las piedras de los artesanos.

Con ellos pasé la última navidad. Hacía buen clima afuera, pero preferimos quedarnos dentro en la sala de operaciones. Comimos unos chocolates en forma de moneda y tomamos ron con naranja. Nada más. Después pusieron algo de cumbia y se pusieron a bailar. Había una chica también que andaba por el hotel para esas fiestas, pero no duró mucho. Era una de esas que van y vienen constantemente buscando no sé qué. Creo que había sido pareja del Rulo porque esa noche los vi discutir y besarse, y de nuevo discutir, y al otro día ella se fue sin saludarnos. El no se hizo mucho problema. De hecho al otro día ya la había olvidado.

Ellos me presentaron al Tano Claudio cuando cruzamos a Bolivia. Este tipo es el que ahora estamos cargando entre todos en un taxi, tratando de que no se nos muera. En un descuido, mientras charlábamos en la plaza de Coroico, apareció tirado en el suelo con convulsiones. No creo que tenga mucha suerte. Estamos lejos del hospital y no sabemos realmente qué le pasó. Pero bueno, al menos lo intentaremos. Pero ahora vayamos hacia atrás, hasta el día en que lo conocí.

Estamos en Coroico, en las Yungas bolivianas, viendo caer la misma llovizna finita desde hace un par de horas. Somos el que relata, un flacucho de rastas que le dicen Rulo, y el Larva, ambos artesanos. Larva trabaja con alambre y Rulo con madera.

Desde hace meses que me vengo cruzando con personas así. Pibes que vagan durante años por el continente hasta que un buen día se cansan y vuelven a la casa familiar. Pasan tiempo con los suyos, engordan, juntan plata y se vuelven a ir. Y así vaya a saber hasta cuándo.

Al Rulo y al Larva los conocí hace algunos meses en un hotel abandonado bastante alejado del pueblo. Era un predio inmenso cerca del río, solo para nosotros. Dormíamos sobre unos colchones viejos, en lo que había sido la recepción, y por las tardes, luego del ritual del arroz y el camote, nos poníamos a trabajar cada uno en sus cosas. Yo me ocupaba de andar por el monte, en busca de San Pedros y Cucumelos que luego vendía en la ciudad cuando ya no tenía más dinero. Una vez que recolectaba una cantidad suficiente lo llevaba a la sala de conferencias y allí me ponía a hacer todo el trabajo. Una inmensa mesa de roble que antes solía tener comensales distinguidos y que ahora estaba verdosa y húmeda, igual que las paredes del hotel, igual que los cactus que cortaba, igual que los hongos y las piedras de los artesanos.

Con ellos pasé la última navidad. Hacía buen clima afuera, pero preferimos quedarnos dentro en la sala de operaciones. Comimos unos chocolates en forma de moneda y tomamos ron con naranja. Nada más. Después pusieron algo de cumbia y se pusieron a bailar. Había una chica también que andaba por el hotel para esas fiestas, pero no duró mucho. Era una de esas que van y vienen constantemente buscando no sé qué. Creo que había sido pareja del Rulo porque esa noche los vi discutir y besarse, y de nuevo discutir, y al otro día ella se fue sin saludarnos. El no se hizo mucho problema. De hecho al otro día ya la había olvidado.

Ellos me presentaron al Tano Claudio cuando cruzamos a Bolivia. Este tipo es el que ahora estamos cargando entre todos en un taxi, tratando de que no se nos muera. En un descuido, mientras charlábamos en la plaza de Coroico, apareció tirado en el suelo con convulsiones. No creo que tenga mucha suerte. Estamos lejos del hospital y no sabemos realmente qué le pasó. Pero bueno, al menos lo intentaremos. Pero ahora vayamos hacia atrás, hasta el día en que lo conocí.

Era una mañana de un sábado y todo el pueblo estaba alrededor de una feria de cacharros que se hacía una vez al mes y en la que mis amigos no tenían lugar, ni permiso para exponer sus trabajos. Yo les había perdido el rastro ya que había estado algunas semanas en La Paz, así que cuando volví al pueblo lo primero que hice fue buscarlos en el hotel. Cuando llegué, no solo no estaban ellos, sino que había unas máquinas excavadoras y un millar de tipos bajitos con cascos. No me sorprendió. Sabía que aquella locura no iba a durar mucho, así que sin decirles nada, retomé el camino hacia el pueblo. Los busqué por la plaza, y también por el mercado, pero no los encontré. Tampoco estaban en la única pensión del pueblo, así que junté mi mochila y mi bolso y me puse a caminar hacia el monte buscando algún lugar donde pasar la noche. Anduve unos quince minutos subiendo la empinada cuesta hasta que se terminó el empedrado y las calles se hicieron de tierra y las montañas verdosas. Era una parte del pueblo que no conocía, en la que había algunos ranchitos sobre la ladera y algún que otro auto que pasaba cada tanto. Allí, en la pérgola del jardín de un convento, los encontré. Rulo y Larva nuevamente, con cara de dormidos, y todavía metidos en sus bolsas de dormir. Estaban con el tal Claudio, que al verme llegar solo amagó un tibio saludo con la vista. Tendría unos cincuenta años y no era muy alto, pero sí grandote. Llevaba una camisa a cuadros y botas de leñador, y su nariz era ancha y rojiza. Ah sí, la venda. El Tano llevaba una enorme tela que le cubría toda la oreja izquierda y casi toda la frente. Parecía La Momia. Una momia con moscas alrededor, claro.

Me lo presentaron y al poco tiempo empezaron a interrogarme por La paz, y los hostels y los turistas y si había podido sacar algo de plata. Que sí que hay plata les contesté. Solo que hay que correr rápido para evitar que te agarren los bolitas motorizados, agregué. Unos policías que manejan como en el Dakar, con tal de pegarte un par de palazos. El Tano acompañó la risa general, pero después se me quedó mirando, sin llegar a entender si estaba alardeando o de verdad había tenido que andar escapándome de la policía. Luego seguí hablando acerca de mi ruta de venta en los hostels y como les rebajaba los San Pedro con cactus normales a los europeos y me compraban lo mismo. Y que fue productivo, sí. Que ya tenía plata para otro mes sin tener que hacer nada. El Tano, que se había quedado prestando atención a la anécdota, espero a que terminase, y ya harto y hambriento, frenó la conversación en seco. Dijo algo así como: "Yo por las duda' me agarro mi pancito... mucha charla, mucha charla pero no comemo' nada". Y se levantó y se fue hasta lo que consideraba su despensa donde sacó una bolsa vieja con una barra de pan, un intento de jamón y algo de queso. Luego se puso a dar órdenes a Rulo y a Larva para que limpiasen el lugar y cuando estuvieron listos, partió el pan en tres partes iguales y entregó una feta de jamón y una de queso para cada uno. A mí ni siquiera me consideró, pero no me sentí ofendido. Estaba bastante lleno y además, no me hubiera animado a probar esa feta de fiambre transparente. Sin embargo el Tano la comía como si fuese un elaborado plato de sushi y lo hacía con una meticulosidad que me asombraba. Todas las cosas tenían que estar en su lugar, aunque fuera el suelo mismo, y se enojaba si no lo hacían. No era lo mismo dejar la mayonesa en una parte de los bancos que en otra, o dejar las zapatillas tiradas en cualquier parte. La ropa se secaba en la baranda, la comida se guardaba en la punta de los bancos, y para fumar se iba afuera. La pérgola, que era su casa desde hacía tres años, tenía su propia espacialidad. Había cocina, living, habitaciones y hasta patio. 

       

Tiempo después, cuando todos terminaron el sanguchito, pidió permiso para comerse uno que había guardado de la noche anterior y lo englutió como un pato, con los pocos dientes que le quedaban. Cuando terminó, abrió su morral y sacó una botellita de Sprite que cuidaba como si de ello dependiera el equilibrio del mundo. Era alcohol etílico. Se tomaba una por día.

- Quince año´ hace que vivo con los Coya´y no los termino de entender -me dijo sin mirarme, cuando se dio cuenta que no paraba de examinarlo-. A veces pienso que son como robotito', programados por una computadora. Se queda el bus, no se quejan. Les bajan el sueldo, no se quejan. ¡A veces incluso se ríen! Muestran los pocos diente' que le quedan y que tendrían que haber ido a recuperar a los tiro'. Yo fui un boludo también. Me metí con una coya. Negra. Pero no negra como dicen ustede'. Negra negra. De raza. Debe haber veinte o treinta ahora en la aldea de enfrente. Los trajeron de África para trabajar en las minas pero la mayoría no lo soportaron. ¿Y quién lo puede soportar? Solamente estos coyas que son unos boludos. Se matan trabajando ahí dentro como cieguitos, para comprarse un coche y después andar escupiendo sangre a cada paso. ¿Vos viste la cantidad de farmacias que hay en Coroico?-. Dos por cuadra pensé, pero no se lo dije y dejé que siguiera hablando solo. Despotricaba contra Coroico y los coyas y de tanto en tanto se espantaba los bichos que le rondaban la oreja. Gesticulaba, pero no era el típico italiano que habla con las manos. Quizás estaba cansado, o quizás porque era del norte. Eso me lo había dicho Rulo. Que era un tipo de guita que había llegado de joven y que después de recorrer casi todo Sudamérica ya no quiso volver.

- ¿Vos de donde sos? -me preguntó mirándome fijo a los ojos, un poco más amable que al comienzo-.

- De Uruguay -le contesté-.

- Los enemigos de estos boludos. -me retrucó y se río alto-. A un uruguayo le decís argentino y se ofende. Y cuando están entre ellos no hacen más que hablar mal de los porteños. Si son iguales. Hasta escuchan la misma música y ven la misma televisión. Lo único que cambia es que los uruguayos son más lentos y hablan menos boludeces, ¿o no?-. Sabía que me estaba provocando, pero preferí no seguirle la corriente y simplemente asentí. Me quedé callado tratando de seguirle el ritmo, viendo como a medida que se tocaba la venda de la oreja esta se le iba cayendo. Bueno, lo que quedaba de la oreja, porque parecía que se la había mordido una rata o algo así. Hasta olía a podrido. Él decía que había sido una caída. Podía ser, ¿por qué no? Ese pueblo de mineros por las noches se transformaba. Al atardecer los coyitas subían tranquilitos la cuesta hasta sus casas, volviendo de las minas o de las huertas, y a las noches los veías bajar endiablados a tomarse hasta el agua de los inodoros. Casi siempre terminaban agarrándose a trompadas por algo. Plata, mujeres, ovejas, algún comentario de más, quién sabe... Rodaban por el suelo en peleas que iban en cámara lenta y que terminaban con abrazos y con alguno dormido en la vereda.

- Ojo que a mí Buenos Aires me gusta, ¿eh? -aclaró Claudio que tenía un marcado acento porteño-. Yo viví cinco año' allá, y trabajé en veinticinco dietéticas, porque son tan vivos que en el país de la carne a la gente se le da por comer algas y soja texturizada. Hay tantas dietéticas como farmacias acá. Y me sé todos los nutrientes, ¿eh? Mirá, decime una fruta o una verdura y te digo las vitaminas -dijo de pronto levantando el tono de voz-. ¡Dale, decime!

- ¿Cualquier fruta? -pregunté mirando a Rulo y Larva para saber si iba en serio-.

- La que quieras.

- Bueno, este...Manzana.

- Vitamina B.

- Zapallo

- C, E y B.

- Palta

- ¿Cuál es la palta?

- Aguacate -aclaró el Larva-.

- Uf, todas. A, B, C, D, K, la que quieras. Otra, dale.

- Mango.

- Ahí me cagaste -dijo haciendo una pausa teatral- no me gusta el mango-. Y al decirlo largó una sonora carcajada que espantó a los bichos que todavía le rondaban en su oreja.



Empezamos a andar juntos en una rutina de la vagancia que era bastante sencilla. Nos pasábamos todo el día en la plaza hasta la noche que nos íbamos a algún bar a tomar algo. Antes de esa hora, rara vez nos movíamos. Rulo y Larva desplegaban sus mantas para intentar venderle a los pocos turistas que pasaban. Yo iba y venía por ahí, siempre buscando algún negocito que no me insumiera demasiado tiempo, y el Tano le daba a la charla y a la botellita. Una anécdota y un traguito. Insultos a los coyas y otro traguito, aunque nunca dejando de mantener ese esbozo de caballerosidad que había traído de Italia. El tipo se sentía parte del paisaje y después de tantos años en ese pueblo perdido, Coroico también tenía su espacialidad para él. Había zonas de trabajo donde sabía que tarde o temprano se cruzaría con alguien que le podría dar cosas. -Dale, me voy a laburar un poco... -decía con un tono cansino de empleado público y se iba hasta las zonas que él consideraba la “oficina”-. La puerta del municipio, por ejemplo, donde había funcionarios que de tanto en tanto le daba monedas o algún bono de comida. También las callecitas que miran hacia el campo, por las que pasaba a cierta hora y donde algunas coyitas le daban quesos o leche que traían del campo. O la iglesia en los horarios de la misa... La plaza en sí, era como su living y su divertimento, después del trabajo, era discutir con los comerciantes. Con los de los puestitos de fruta y los que te venden el almuerzo en carritos. Nos veían blancos y con barba y nos querían cobrar más caro y el Tano se ofendía y les gritaba. Ellos se quedaban como zombis, escuchando y esperando a que terminase, como si les diese exactamente igual lo que dijésemos. El Tano los puteaba, y nos llevaba hasta algún otro coya, a dos kilómetros del pueblo, que vendía las frutas al mismo precio, pero que nos trataba mejor.

Así estuvimos unas tres semanas hasta que una tarde, en la que habían estado charlando con Rulo en la pérgola, salió diciendo que no iba a tomar más. Que lo había dejado. Al principio, no le creímos, pero los días iban pasando y la botellita seguía intacta. La llevaba en el morral, sí, pero no la abría. Poco a poco se empezó hinchar como si tomase corticoide. Su cara era como una especie de globo lleno de helio, algo rojiza o violácea según el día. Además estaban los temblores. Lo enfurecían. Cada pequeña acción le costaba el doble. Levantarse, ponerse las botas, agarrar su morral. Todo lo hacía en cámara lenta y hacer el sanguchito, separar los panes, y poner el fiambre le llevaba largos minutos, si es que lograba hacerlo. Bajo ningún punto de vista dejaba que lo ayudásemos. Su latiguillo de "por las duda' me agarro mi pancito" fue mutando a un “¡Ey! Espera, 'tamo apurado'?"

La noche del taxi fue la última vez que lo vi, ya que al otro día decidí seguir viaje hasta el Perú, en busca de más plantas. Estábamos en la plaza, como de costumbre, con un borrachín que se nos había sumado. Era solo un chico que venía de La Paz a ostentar sus pocos pesos, pero Claudio lo tenía alquilado. Un chiste tras otro le hacía y poco a poco el chico se fue convirtiendo en su sparring. Es que no paraba de hablar y preguntar cosas. Que de dónde veníamos, que como ganábamos plata, que porqué Bolivia. Todas las preguntas equivocadas para nuestra manada.

Cuando empezó a lloviznar nos fuimos a buscar un lugar para cenar. Rulo y Larva levantaron sus cosas y empezamos a caminar al ritmo del Tano, lentamente por las húmedas calles de Coroico. El mercado todavía estaba abierto pero solo había fideos aguados del día anterior y una carne vieja. Bueno, algo que ellos llamaban carne pero que seguro era otra cosa. Seguimos caminando, mojándonos apenas, y finalmente paramos cerca de la iglesia en un puestito callejero, de esos de pollo frito y salchipapas. Larva y Rulo comieron un cono de salchichas y el coya se pidió un pollo que bajó con su botella de vino. Ni Claudio ni yo pedimos nada. Yo no tenía hambre y el Tano se había comido en la plaza algunas sardinas que le había convidado el borrachín. No lo soportaba pero le comía las sardinas.

Allí estuvimos un buen rato reparándonos de la lluvia bajo el toldito azul del puesto. Cuando amainó un poco, emprendimos el regreso hasta la plaza, bastante divertidos por cierto, ya que el Tano había encontrado un palo que usaba mitad para apoyarse, mitad para amenazar al borrachín. Le daba en la cabeza, aunque sin mucha fuerza y el otro en vez de enojarse se reía, y hacía chistes.  -Así son, ¿ven?- decía el Tano indignado. -Les pegás y se te ríen-.



Cuando regresamos, nos sentamos en el banco de siempre, bajo el gran eucalipto a esperar que amainase un poco la lluvia para volver a la pérgola. Allí fue que vimos pasar a la señora de los mangos que caminaba apurada con su carro por la vereda de enfrente. El Tano la vio y me miró desafiante. Quería jugarme una apuesta de que sí se acordaba cuáles eran las vitaminas del mango. Me dijo que solo tenía que verlo de cerca para acordarse, que ya vería. Que si él ganaba, mañana los sanguchitos los compraba yo. Le dije que aceptaba, entonces Claudio se levantó del banco y la llamó con un silbido a la coyita que no se dio por aludida. Empezó a caminar en dirección a ella, pero en cuanto quiso cruzar la calle, sentimos un fuerte golpe contra el cordón. Cayó rendido. Corrimos a ayudarlo y cuando llegamos vimos que tenía los ojos abiertos y se apretaba el corazón con la mano. Luego se quedó duro, dando unas pequeñas sacudidas. Entonces fue que salimos a buscar un puto taxi en este pueblo andino desolado.

Y aquí estamos, tratando de levantar al Tano que está bañado en sangre y respira como un pez con anzuelo. Haciendo un esfuerzo inmenso para mover su enorme cuerpo, y no alcanza ni con Rulo, Larva ni el borrachín. Tiene que venir también el chofer y entre todos logramos meterlo en el coche al mejor estilo pandilleros. Arrancamos. ¿Que adónde vamos?, pregunta el coya. ¿Al hospital de la Paz a media hora de viaje? Sí, dale metele. Y volamos a toda velocidad por las calles de Coroico. Pero el Tano no responde y balbucea y tiembla y le salen ectoplasmas de la boca. Entonces cambiamos de opinión, y como pensamos que no llegamos, decidimos llevarlo a la pequeña salita de auxilios que hay frente a la pérgola. De última que lo trasladen ellos, pensamos. Mejor eso a que se nos muera en el viaje. El tipo nos da la razón y retomamos y pasamos de nuevo por la plaza y vemos a la coyita de los mangos, y al puestito y al mercado y le damos por la calle de tierra que lleva a la pérgola. Cuando llegamos, empezamos a gritar para avisar de la situación y lo bajamos como a un muerto. Salen a recibirnos una enfermera y una doctora que no parece coya pero que está muy preocupada. Nos miran, reconocen a Claudio y de repente se paran. Nos preguntan con cara de maestras de escuela "¿Qué sucedió esta vez?". Les contestamos al tiempo que les gritamos y tratamos de meterlo entre todos en la sala. Nos cierran la puerta, y todavía alterados, nos quedamos esperando en el patiecito, el Larva, el Rulo y yo. Recién en ese momento nos damos cuenta de que el borrachín sigue con nosotros. Lo puteamos y lo mandamos a pagar el taxi que se quedó esperando el dinero.

Ahora estamos sentados sobre la pared de la salita fumando. Fumamos y miramos la lluvia en silencio. Rulo dice que se va a morir, Larva lo calla. Yo pienso que pensarán los coyas de todo esto. Si se pondrán contentos o no. “De duelo no va a andar nadie”, me contesta Rulo. Yo me quedó pensando.

Al poco tiempo sale una enfermera muy bajita a buscar algo de su camioneta y nos hace firmar unos papeles. Le preguntó que como está y si lo van a trasladar. Me contesta que no lo sabe, que no vio al paciente. Me pregunto cómo es que hizo para no verlo, en una clínica que es un monoambiente. Pero no se lo digo y la veo entrar de nuevo, con su deslizar de fantasma coya. Al rato caen dos monjitas. También muy bajitas pero parecen más simpáticas. Son las del convento que hay arriba de la pérgola que se despertaron por el alboroto. Las únicas que se compadecieron de Claudio todo este tiempo y le permitieron quedarse a vivir allí. Se acercan, también deslizándose a través de sus hábitos, y antes que nada, nos enfrentan desafiantes y nos interpelan. Nos preguntan sobre qué le dimos de tomar “al pobre Claudio” y agregan qué los tres vamos por una “mala senda”. Que el “señor lo ve todo”. Nos quedamos en silencio unos instantes sin saber qué responder. Pienso en mandarlas a la conchadesumadre pero no lo hago. Larva y Rulo las callan y después las ignoran. A mí se me ocurre algo genial para decirles, pero hasta que termino de redondear la idea ya se fueron. Levitando como Jedis coyas, igual que la enfermera, que la de los mangos y que los otros vendedores. Yo me quedo pensando en Claudio, y cómo fue que el tipo se vino desde Italia a terminar viviendo, y probablemente muriendo, entre coyas bolivianos. Me quedó pensando en todos ellos y en las doctoras, y me guardo una sensación de odio en el estómago. Un odio visceral que comienza con unas ganas de sacudirlos para que despierten. No tengo claro si es algo mío, o si es del Tano que me la transmitió todo este tiempo, pero igual decido que al otro día me iré de allí.

Me voy con el pensamiento hacia mi próximo destino y me quedo haciendo planes.



A la media hora vuelve a salir la doctora, pero la del principio, la que no parecía coya. Viene a darnos un sermón. Nos dice que a Claudio lo han echado de varios pueblos por mendicidad. Y que eso no está bien visto aquí. Y agrega que no quiere aceptar el tratamiento y que "ustedes jipis no colaboran". Nos miramos. Pienso que ahora sí vale la pena la puteada, e incluso algo más. Quizás reventarles algo en la cabeza y tirarlos al río todos juntos. Pero trago saliva y espero. Espero que el Tano salga con vida.

No llega a continuar con su discurso que escuchamos un ruido de una puerta que se abre. Es Claudio. El indomable Tano con una venda que de tan grande solo le deja los ojos a la vista y parte del mentón. Camina sonriente. Se acerca despacito hasta nosotros y nos dedica un "buenas..." como si estuviera llegando a un cumpleaños. Nos quedamos duros. No nos da tiempo ni a reaccionar que nos pregunta por el morral. Le contestamos que no sabemos, que pensamos que quedó en el taxi o en la plaza, pero que no importa que ya va a aparecer, que lo importante es que está bien. Y que suerte que... Claudio nos deja con las palabras en la boca y vemos que se aleja de nosotros a buen paso, sin siquiera saludar a los médicos. En ese momento nos damos cuenta que el morral lo tiene el borrachín que está a unos metros de nosotros, cerca de unos arbustos, cantando una ranchera. Y bebiendo la botellita de Claudio. Cuando llega, le saca la botella y lo empuja hacia al suelo. El tipo cae sin ningún reflejo y se da la cara contra un montón de estiércol de vaca.

-Mucho rocanrol y poca vergüenza -dice Claudio y se echa un buen trago de la botellita- Acto seguido nos busca con la mirada.

Mientras me acerco, pienso en que me llevaré todos esos cucumelos que ahora tiene el borrachín en su cara.







FIN.



Copiright Emmanuel Marzía Donadío. Todos los derechos reservados.


Soy escritor independiente y también actor. Vivo en Madrid hace cuatro años y autogestiono mis obras de teatro y mis novelas
Escoge tu recompensa
5€
E-Book Las Hienas
Una copia en formato electrónica de "Las Hienas".
10 personas han apoyado
8€
reward
Dos libros electrónicos.
Una copia digital Las Hienas y otra de Madreselva, mi primer libro.
0 personas han apoyado
12€
EJEMPLAR EN PAPEL LIBRO LAS HIENAS (Madrid)
Un ejemplar en papel de Las Hienas, con dedicación especial.
Solo para Madrid. Resto de España + 4 Euros por envío a domicilio.
9 personas han apoyado
18€
Las Hienas para Argentina y UE
Un ejemplar en papel con dedicación y otro en electrónico (Para Argentina y cualquier país de la Unión Europea)
7 personas han apoyado
22€
Mis dos libros
"Madreselva" y "Las hienas" ambos dedicados con envío gratis en Madrid + 6 euros con envío a resto de españa
1 personas han apoyado
30€
Charla literaria
Te invito un café por Madrid para hablar de literatura y de la vida, y además te entrego una copia dedicada de Las Hienas y otra en formato digital de Madreselva
1 personas han apoyado
50€
Dos libros + agradecimientos + envío + carta
Te entrego Las hienas con tu nombre en la página de agradecimientos. Madreselva dedicado más las copias digitales de ambos.
Si estás en Madrid, te lo entrego todo en un bar mientras te invito a tomar unas cañas. Si estas en Unión Europea o Argentina, te envío una postal y una carta dirigida de puño, letra y tinta.
2 personas han apoyado
150€
reward
Charla
Como también doy charlas, con esta recompensa te doy una en tu centro cultural, bar, cafetería, galería, oficina o donde sea. El tema es "Autogestión e inspiración para el arte". Te adjunto el link de la última en Madrid.
www.youtube.com/watch?v=TEhPb7LwFDY
0 personas han apoyado
250€
Relato personalizado
Me das los personajes, la situación, el género y te armo un relato de tres a cinco páginas donde tú o tus conocidos serán los protagonistas. Del final, el estilo y los diálogos me ocupo yo.
0 personas han apoyado