Este libro ha sido aceptado por una editorial importante que me pide colaboración económica para su edición. Mi interés es poder editar mínimo de 500 ejemplares que probablemente con 6000 euros habrá suficiente para sufragar los gastos de diseño, publicación, marketing, etc. La editorial en cuestión pondría toda la logística publicitaria y de distribución. Además de mi colaboración para introducirlo en las librerías de mi región. Ya ha sido valorado favorablemente por su temática y por la estructura. Se trata de una guía litúrgica y doctrinal, una forma distinta de tratar cada una de las partes de que consta el acto litúrgico de la Santa Misa que vivimos quienes profesamos la fe católica. A continuación expongo una introducción del libro y las primeras páginas:
INTRODUCCIÓN
En la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, que resume las conclusiones del Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI recuerda que, para participar con fruto en la Santa Misa, <<es necesario esforzarse en corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero. Por este motivo, el Sínodo de los Obispos ha recomendado que los fieles tengan una actitud coherente entre las disposiciones interiores y los gestos y las palabras. Si faltara ésta, nuestras celebraciones, por muy animadas que fueren, correrían el riesgo de caer en el ritualismo>>[1] Siguiendo dicha recomendación, este libro lo he escrito con el deseo de que sirva para cuidar más profunda y sinceramente el trato con Jesucristo durante la Santa Misa y a lo largo de la jornada.
Es fácil que podamos distraernos mientras asistimos al Santo Sacrificio y no sigamos con atención cada una de las partes de que consta, y nos pase inadvertida su importancia dentro del rito litúrgico. Para evitar esto y vivir la Santa Misa con fe y con más devoción, he querido hacer una analogía con pasajes de la Sagrada Escritura contemplando y meditando las escenas y situándolas en cada uno de los actos que se suceden durante la celebración eucarística.
Mi Misa es vivida con fe realmente desde antes del inicio de la misma, cuando aún están repicando las campanas invitando a los fieles a asistir al Gran Banquete que nos ofrece el Hijo de Dios hasta su término en que agradecemos al Padre, movidos por el Espíritu Santo los dones que nos ha otorgado. Y lo hacemos con recogimiento y con el deseo de – en palabras de San Josemaría <<continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba>>[2]
El libro presenta cada una de las partes de que consta la celebración eucarística con una definición doctrinal de su simbología, lo que cada acto, símbolo y gesto significa según el Magisterio de la Iglesia. Seguidamente, viene ilustrado por un pasaje de la Sagrada Escritura para que su contemplación ayude a mantener viva la atención. Luego acaba con una reflexión de un texto escrito por un autor ascético sobre lo expuesto anteriormente.
Imitando a San Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota, he querido abrir mi corazón y comunicar mi experiencia interior al paciente lector, a quien me dirijo llamándole Cristóbulo. La elección del nombre no es casual y reside en su significado etimológico. Es una variante de Cristóbal que procede del griego «Christos» y «phoros», cuyo significado es “portador de Cristo”. Todos los que confesamos nuestra fe en Cristo hemos de unirnos a Él en la Santa Misa para que «seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo entre en el mundo»[3]: ser Luz de Cristo, almas encendidas y portadoras del Amor de Dios.
Manuel Ángel Nicolás
I
RITOS INICIALES
La finalidad de estos ritos es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía
1. CANTO DE ENTRADA
Su finalidad es abrir la celebración, fomentar la unión entre los fieles reunidos y elevar sus corazones para la contemplación del misterio litúrgico del día. El ministro entra en el templo y se dirige procesionalmente hacia el altar. Esta procesión simboliza el camino que recorre la Iglesia peregrina hasta la Jerusalén celestial. Cuando forma parte del cortejo un ministro que llevan la Cruz y otro, el Evangeliario, que lleva los Evangelios, se simboliza que Cristo, Redentor y Maestro nos llevará hasta el fin de ese camino. Los fieles se ponen de pie para indicar su disponibilidad en la celebración que va a tener lugar.
«Muchos son llamados, pero pocos escogidos»
Mi querido Cristóbulo, suenan los últimos toques. Es la postrera llamada, invitándonos a gozar en el Banquete del Gran Rey, la Mesa Celestial, la Cena en el Reino de los Cielos:
El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: «Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto». Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. El rey se enojó, y enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad[4].
Yo me siento indigno de entrar a formar parte entre los invitados de la fiesta real… ¡La Cena del Señor!... ¡Cuánto deseo participar de Ella, y cómo anhelo la invitación!
Aún no sé cómo los que sí fueron invitados, han decidido no asistir a la fiesta. Estos muestran indiferencia, tienen el alma tibia, y llevan una venda en los ojos que se niegan descubrir. Tampoco entiendo a esos otros llamados al convite y prefieren gastar su existencia con sus trabajos, sus negocios, sus ambiciones materiales…, como si solo tuviesen tiempo para todo eso y ninguno para el Dueño de la vida. Y aún más, me duele la malicia de todas aquellas personas que escarnecen con sus palabras mal hirientes a quienes tienen la misión de invitar, de predicar, de administrar el Servicio de Dios.
Entonces dice a sus siervos: «La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda». Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales[5].
Ahora sé que también yo he sido escogido por el Gran Rey para participar del placer de su Mesa, y me siento impelido a llamar a todos, –amigos, conocidos y desconocidos, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, altos y bajos… - todos aquellos que me encuentre en los cruces de los caminos: mi compañero de trabajo, el conductor del autobús que todos los días cojo para ir al centro de la ciudad, el expendedor de la gasolinera que me sirve, el tendero del supermercado donde hago la compra habitualmente, la peluquera, mi dentista, mi médico de cabecera, los miembros de la asociación cultural a la que pertenezco, el camarero del bar de la esquina, el funcionario de correos que una vez al mes amablemente me atiende… Todos, no importa que sean malos o buenos. Lo importante es que la sala se llene de comensales dispuestos a participar de la Cena del Señor, un divino Banquete que es universal.
Cuando el rey entró a ver a los convidados, se fijó en uno que no iba vestido para la boda. Le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí, si no vienes vestido para la boda?» Pero el otro se quedó callado. Entonces el rey dijo a los que atendían las mesas: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a la oscuridad. Allí llorará y le rechinarán los dientes. Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos»[6].
Yo sé la importancia que tiene presentarse a la fiesta con el vestido adecuado. Ha de ser un traje para la ocasión, sencillo, limpio, elegante. Así también procuro que mi alma esté limpia, revestida de pureza interior, libre de la inmundicia del pecado, con la humildad de saberme indigno de gozar de tan sublime y glorioso festín. El Señor Nuestro Rey respeta la libertad de todos los que son llamados a su convite, y no obliga a nadie a participar de su Mesa en el Reino de los Cielos. Pero cuando el comensal acepta la invitación, debe vestir su mejor traje, purificar sus intenciones. Sería indigno presentarse desarropado, sucio, sin perfumar y maloliente…
Aun así, el Señor trata con deferencia a quién entra indignamente al convite llamándole amigo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí, si no vienes vestido para la boda?»[7]. Sin embargo, su justicia es recta, y a los llamados que no están preparados sólo les espera la oscuridad, la tristeza y el rechinar de dientes«Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos»[8].
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros. Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabras. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna[9].
[1] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-11-2007, n. 64.
[2] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154.
[3] Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, Sábado Santo (7-4-2012)
[4] Mt 22, 2-7
[5] Mt 22, 8-10
[6] Mt 22, 11-14
[7] Mt 22, 12